Presuntos implicados




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Legisladores norteamericanos denunciaron supuestos contactos entre la red terrorista y pandilleros centroamericanos

Tienen tatuajes por doquier. En la calva, en la frente, en las mejillas, en el cuello, en el torso, en la espalda o en los brazos. En zonas visibles, sobre todo, de modo de no disimular su identidad. Su pertenencia a la mara a la usanza centroamericana, o la banda a la usanza mexicana, o la pandilla a la usanza norteamericana. Un factor de poder en el barrio, seudónimo de la zona marginal en la cual imponen su ley a falta de otra ley que no sea el rencor. Y a falta de otros recursos que no sean el tráfico de drogas y de armas, la prostitución, el robo y, a veces, la violación, el secuestro y el asesinato.

Tres congresistas demócratas de Texas, en la frontera con México, denunciaron supuestos contactos de Al-Qaeda con cabecillas de maras. La prensa norteamericana, a su vez, consignó que el jefe de células de la red, Adnan Shukirjumah, de origen saudita, estuvo en Honduras con la temible Mara Salvatrucha. Indicios, todos ellos, de un asunto delicado en un momento delicado. En especial, por el lugar preponderante que ha cobrado la seguridad interior en la agenda de los Estados Unidos.

En otro momento, poco después de los atentados contra las Torres Gemelas, la mira apuntó más lejos: el Pentágono creía que Al-Qaeda tenía una sucursal, o un cuartel general, en la triple frontera entre la Argentina, Brasil y Paraguay, desde donde enviaba fondos recaudados entre la comunidad árabe a Osama ben Laden, así como desde la pequeña comunidad colombiana de Maicao, cerca del límite con Venezuela, en aparente alianza con el narcotráfico y con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Una semana después del 11 de septiembre de 2001, el tercero en jerarquía del Departamento de Defensa, Douglas Feith, propuso una respuesta militar que contemplaba el bombardeo y la invasión de Puerto Iguazú (Argentina), Foz de Iguazú (Brasil) y Ciudad del Este (Paraguay). De la Oficina de Planes Especiales, a su cargo, salieron los argumentos de la guerra contra Irak.

Aquel plan, expuesto ante el secretario Donald Rumsfeld y el subsecretario Paul Wolfowitz, fue rechazado por los generales del Pentágono: no querían embarcarse en varias campañas al mismo tiempo, previendo, desde luego, que el régimen talibán enclavado en Afganistán y las armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein iban a ser las prioridades.

La comisión bicameral del Capitolio que investigó los atentados contra Nueva York, Washington y Pensilvania concluyó que el plan en sí, elaborado por los expertos en cuestiones militares Michael Maloof y David Wurmster, luego asesor del vicepresidente Dick Cheney, era más amplio: incluía la Triple Frontera, el sur de Asia e Irak. Con una consigna dictada por George W. Bush: la guerra es ahora. Y con un aporte sugerido por Feith: utilizar el factor sorpresa.

¿Quién iba a temer un ataque contra la Triple Frontera, cuyas entrañas albergan una de las mayores reservas de agua potable del mundo, después de haber ponderado como caso líder en América latina el control del terrorismo como correlato de los atentados contra la embajada de Israel en Buenos Aires y contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA)? Si de recursos se trataba, el petróleo de Irak era entonces más apetecible que las dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno de la región.

De mayor a menor, con el precedente de las dos voladuras en la Argentina, y de la conexión iraní en el caso AMIA, las maras no eran más que expresiones de la delincuencia común centroamericana y mexicana. Nada serio, digo, en un esquema bélico y estratégico que pretendía ir donde fuere por Al-Qaeda, blanqueada desde 2002 por Bush la teoría de las guerras preventivas aplicada de facto por Bill Clinton.

Pero Solomon Ortiz, miembro del Comité de Seguridad Nacional de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, al igual que sus pares Jim Turner y Sheila Jackson Lee, demócratas todos ellos, pidieron reforzar la seguridad en la frontera con México, en donde 50.000 inmigrantes no mexicanos (llamados OTM, Other Than Mexicans) son detenidos cada año. La mitad regresa a casa sin haber sido sometida al proceso de deportación.

En América Central, no curadas aún las heridas de las guerras civiles, las maras han desatado una guerra civil en sí misma, dejando miles de muertos en barrios pobres. Han venido a ocupar, en cierto modo, el lugar de las guerrillas como el enemigo público número uno. A tal punto que el ex presidente salvadoreño Francisco Flores logró en 2003 que la Asamblea Legislativa incluyera en los códigos penal y procesal la palabra mara, propia del argot delictivo.

La mara debe su nombre a las hormigas marabuntas. En Honduras, El Salvador y Guatemala, prolongándose por los laberintos de la selva Lacandona hasta el Estado mexicano de Chiapas, cobijo de los zapatistas de Marcos, es una amenaza tan grande como Al-Qaeda en los Estados Unidos. El inventor de la tolerancia cero, William Bratton, jefe del Departamento de Policía de Los Angeles, definió a la mara como el terrorismo interno.

No sólo ha dejado su huella en Los Angeles, sino, también, en los suburbios de Chicago, Washington y  Nueva York, entre otras ciudades. En América Central, las viejas rencillas contra la insurgencia han revivido con leyes de tolerancia cero, llamadas de mano dura o de super mano dura, que provocaron un aumento alarmante de jóvenes muertos en tiroteos con policías y con vigilantes (civiles a cargo de la seguridad). En las prisiones, incluso, ha habido ajustes de cuentas entre miembros de diferentes maras.

Las dos más grandes, la Mara Salvatrucha, o MS13, y la Mara 18, o Calle 18, nacieron en Los Angeles, precisamente. Una, organizada por hijos de refugiados de las guerras civiles en los ochenta; la otra, organizada por inmigrantes mexicanos en los setenta. Enfrentadas entre sí en peleas a puño limpio que, después, derivaron en luchas armadas y en saqueos de barrios enteros con machetes y pistolas de fabricación casera, denominadas chimbas.

Shukirjumah, sospechoso de haberse reunido con cabecillas mareros en Honduras, tiene la captura recomendada por el FBI, con una recompensa de cinco millones de dólares por su cabeza, después de haber vivido en Pembroke Pines, Florida; era vecino del ciudadano norteamericano José Padilla, procesado por sus nexos con Al-Qaeda y por haber estado involucrado en el desarrollo de una bomba radiactiva.

En los tatuajes de la mara figuran los números (el 18, dicen, surge de 6+6+6, el número de la bestia) o los nombres de guerra de sus miembros, como Lucifer, El Gato o El Kadilac. El examen de ingreso consiste en soportar una paliza propinada por veteranos durante 13 o 18 segundos, según la mara que sea, en el caso de los varones. Las mujeres eligen entre la golpiza o, en su jerga, regalar amor (acostarse con 13 o 18 forajidos). En algo coinciden con Al-Qaeda: el odio visceral a los Estados Unidos. Y, cultores de la violencia al fin, a todo aquello que se interponga en su camino.



2 Comments

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