Manual del perfecto presidente latinoamericano




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Crea enemigos, más que adversarios, reza el credo de Chávez, legitimado en el referéndum impulsado por la oposición

En América latina, había un modelo de regente enérgico y, a la vez, honesto, por más que no fuera legítimo ni democrático: Pinochet. En cuanto tambaleaba un gobierno, el ideario popular sacaba su nombre de la galera como virtual vacuna contra las crisis. Era una falacia, desde luego, más asociada con el orden económico que Chile supo reflejar desde que sirvió de espejo de las reformas en el continente que con los crímenes de su dictadura y, a la luz de sus exageradas cuentas bancarias en el exterior, con las sospechas de corrupción en ella.

Con esa imagen engañosa de Pinochet, sin embargo, convivimos durante casi una década hasta que apareció el otro paradigma regional: Chávez. Es decir, el paracaidista de tez cobriza y devoción bolivariana que, decantado del populismo y de la confrontación, concentra el poder alrededor de sí mismo y, entre golpes frustrados (uno dado por él, en 1992; otro dado contra él, en 2002), no crea adversarios, sino enemigos. Pero, a su vez, jamás deja de cumplir a diestra y siniestra: 1,4 millones de barriles de petróleo diarios a los Estados Unidos y 53 mil a Cuba.

En Chávez, legitimado en el referéndum inspirado por una oposición sin pies, ni cabeza, ni líder, ni otro plan que no fuera tumbarlo, aquella izquierda que tantas veces jugó con fuego en América latina, vapuleando a la democracia por su mera formalidad o por su presunta debilidad, ha hallado la síntesis del perfecto presidente latinoamericano.

La fórmula: rebanar oídos con lengua filosa (como Castro), picar neoliberalismo y globalización (como Lula), espolvorear con súbitos golpes de efecto (como Kirchner), sazonar con cierres arbitrarios de instituciones (como Fujimori), mezclar con una reforma constitucional (como Menem), templar con insultos contra Bush (pero, a la inversa de Menem, favorecer las inversiones norteamericanas), culpar a los medios de comunicación de los errores propios (como la mayoría) y, una vez obtenida la masa (el consenso, digo, traducido en altos índices de popularidad), moldear a voluntad el gasto social con súbitos incentivos estatales para los pobres (como Perón).

El resultado, como en Venezuela, será una masa compacta de la cual por apoyo económico, más que por afinidad ideológica, podrán valerse otros movimientos políticos y sociales latinoamericanos, como los cocaleros bolivianos o los piqueteros argentinos. No necesariamente volcados hacia la izquierda, sino hacia un nacionalismo cerrado, símil del populismo de mediados del siglo XX, que no está fuera de la democracia representativa, pero, en su fuero íntimo, reniega de las instituciones y de la consolidación de los partidos políticos tradicionales, así como de su inserción en ellos.

¿Qué es Chávez en el ideario popular? Es un hombre hecho a sí mismo, con dotes de showman, que representa algo así como el broche de los desatinos de cuatro décadas de alternancia democrática entre la Acción Democrática (AD) y el Copei. Partidos tradicionales cuyos últimos presidentes, Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, no advirtieron, o ignoraron, las brasas que ardían en las plantas de sus pies: una creciente demanda de justicia social frente a signos de opulencia y corrupción desde las más altas esferas de un país rico, quinto exportador mundial de petróleo, con un pueblo pobre.

La oposición venezolana, sin un Chávez afín ni otro norte que no fuera derrocarlo, dio de bruces contra sí misma el 11 de abril de 2002: las efímeras 47 horas de gestión presidencial del empresario Pedro Carmona, como correlato del conato de golpe de Estado, demostraron que, si de terminar con actitudes antidemocráticas se trataba, nada iba a ser más antidemocrático que un presidente ilegítimo, menos aún democrático, fruto de una vil conspiración cívico-militar.

En el medio, como un jueves, hubo presiones mutuas. Contra Chávez, cierres patronales y paros petroleros; contra la oposición, latigazos y amenazas. Y, de ambos lados, violencia. En ese clima enrarecido, un militar entonado por sus delirios libertadores no pudo hallar mejor escenario para blandir la espada, empleando su habitual léxico necrófilo contra los traidores en un contexto regional, y mundial, que trasladó sus reparos a la política bélica de Bush hacia una especie de cruzada contra los Estados Unidos y, gracias a la buena acogida de presidentes nuevos como Lula y Kirchner, permitió que resucitara otro modelo latinoamericano, previo a Pinochet y, licencia poética al fin, perenne como la hierba: Castro.

Seguro de su victoria en el referéndum, el último recurso de una oposición mortificada por sus traspiés, Chávez terminó siendo más democrático que ella: aseguró que iba a salir de Miraflores (sede del gobierno) si perdía.

Si el pueblo dictaba sentencia, en realidad, mientras las llamadas misiones, financiadas con los ingresos adicionales del petróleo en coincidencia con alzas récord del precio del barril y con el know-how de la Cuba comunista, atendían como nunca, en colegios y hospitales, a aquellos que siempre habían sido soslayados por el Estado.

¿Demagogia? Sí. ¿Populismo? Sí. América latina a secas, en donde seis o siete personas de cada 10 no ocultan su desencanto con la democracia, más que con tal o cual presidente, por sus necesidades básicas insatisfechas frente a una errática distribución del ingreso. Que existía en los gobiernos militares, pero, por su defecto de origen, era menos elocuente o más disimulada.

Chávez ganó con amplios márgenes las elecciones originales de 1998 y después, aprovechándose de la gracia de todo gobierno nuevo, logró amasar poder y legitimarlo en las urnas. En lo formal, no se apartó de los límites de la democracia, pero en más de una ocasión cedió a la tentación de instaurar una hegemonía de corte personal. Yo o el abismo, como otros que, en su momento, se sintieron imprescindibles.

En la polarización de la sociedad, halló el resquicio para implantar su discurso a través de medios gubernamentales: desde el comienzo de su gestión, con su prosa voluptuosa y su vozarrón estridente, programas de televisión y de radio, así como periódicos, con los cuales quiso rebatir todo viso de crítica desde los órganos tradicionales. En el tránsito, poblado de dificultades, no se apartó un ápice de las recetas del Fondo Monetario, por más que apelara al mesianismo y espabilara los sueños de la izquierda y de la derecha más trasnochadas de la región.

Hasta llegaron a compararlo con Mussolini, por aquello que Umberto Eco definió como el fascismo fuzzy (confuso), y con el general peruano Velasco Alvarado, por la exaltación del populismo mientras él, más diverso que contradictorio, expresaba simpatía por la tercera vía de Blair, abrazada por Lula, Kirchner y Lagos, así como por el maoísmo y el peronismo.

Un pragmático de cuerpo entero. O, acaso, el remozado modelo del perfecto presidente latinoamericano, sucesor, en el ideario popular, de la vetusta opción Pinochet como virtual vacuna contra las crisis. Que, con Chávez o sin él, suelen ser más implacables que las lecciones del manual.



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