Atrapa la bola, John




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Como están las cosas, si Kerry resulta elegido presidente, podrá cambiar la retórica y el estilo, no la política

En el círculo íntimo de George W. Bush, cada aparición de Al-Qaeda, sea por un atentado, sea por una amenaza, refuerza la hipótesis original: es mejor combatir a nuestros enemigos en Bagdad que en Baltimore. Total, agrego, los funerales son ajenos, así como las derrotas (caso José María Aznar) o los contratiempos (caso Tony Blair). Mientras tanto, Michael Moore puede ganar millones con su «Fahrenheit 9/11», Bill Clinton (John Kerry, digo) puede exaltar a los convencionales demócratas y Saddam Hussein puede escribir veinte poemas de amor y una canción desesperada.

En ese círculo, obstinado en forjar la imagen severa del presidente de la guerra, no cuentan los atentados contra las autoridades interinas de Irak ni las amenazas contra un aliado como Silvio Berlusconi. Cuentan, más que todo, los planes frente a un eventual relevo del gobierno de los Estados Unidos; el próximo presidente, si no es Bush, podrá cambiar la retórica, no la política. Estará atado de pies y manos.

Bush pudo cambiar la retórica y la política, pero no quiso. Optó por abrir una ventana al miedo. Y, coherente con su círculo íntimo, lanzarse al vacío desde ella. En su momento, después de la captura de Saddam, evaluó el consejo de uno de sus asesores: «¿Por qué no buscas fosas comunes en lugar de armas químicas?» Lo desechó. Como desechó la oportunidad de reconciliarse con camaradas de la alianza atlántica (OTAN), como Francia y Alemania; el Pentágono vedó su participación en los contratos de la reconstrucción de Irak. Más tarde, sin embargo, no vaciló en pedirles que condonaran la deuda que ese país había contraído con ellos.

La ventana al miedo continúa abierta: hasta Hillary Clinton, fogosa en la convención demócrata, teme que los terroristas ingresen por las frondosas fronteras con México y Canadá, cometan otro atentado antes de las elecciones del 2 de noviembre y los norteamericanos, aterrados, se inclinen por el presidente de la guerra, redondeando de ese modo la hipótesis original del círculo íntimo de Bush.

Frente a ello, Kerry inauguró el discurso de aceptación de su candidatura con una diatriba que queda a mitad de camino entre anteayer y mañana: «Los Estados Unidos fuertes en casa, respetados en el mundo». Un valor agregado sobre el eslogan utilizado por el precandidato Howard Dean en las primarias demócratas: «Cualquiera menos Bush». Que se vayan todos, pues. Todos los republicanos. Y después veremos.

El segundo período de Bush, si reincide, quizá no sea como el primero. Sobre todo, a los ojos externos. Consternados con su intolerancia. Tal vez, conviene su círculo íntimo, por no haber sufrido como los norteamericanos el 11 de septiembre de 2001. La peor afrenta de su historia. Teoría desflecada a trancas y barrancas en cada foro en el cual la impetuosa imagen del presidente de la guerra se vio cuestionada.

¿Teoría manipulada y exagerada, como esgrime Moore en su película? Eternizada, casi, como si de un salvoconducto se tratara. Efectiva, empero, frente a la oferta de la oposición demócrata: ante las demandas del partido, Kerry aceptó compartir la fórmula con John Edwards, de modo de servirse de su carisma. Don que no tiene, aclaro.

Bush, a su vez, resolvió no cambiar el caballo a mitad del río: la salud precaria del vicepresidente Dick Cheney era la excusa perfecta para evitar suspicacias por el favoritismo hacia su antigua compañía, Halliburton, vapuleada en el Capitolio por haberse excedido en las facturas por los suministros enviados a las tropas norteamericanas destacadas en Irak. Prefirió preservarlo en su puesto. Acaso por un rato más, de modo de no mostrar flaquezas.

Sobre Kerry pesan una ventaja, que las elecciones se transformen en un referéndum sobre la gestión de Bush, y una desventaja, que las elecciones se transformen en un referéndum sobre él mismo. En ese caso, los motes de izquierdista (liberal en el sentido norteamericano) e indeciso podrían jugarle una mala pasada. Calma, demócratas: Clinton no era más fiable en 1992.

A menudo, Kerry debe hallar un delicado equilibrio entre la paranoia por la derrota de Al Gore en 2000, el orgullo herido por los atentados, los sentimientos antinorteamericanos desatados por la falta de fundamentos de la guerra contra Irak, el limbo legal de los cautivos en Guantánamo, la moral en baja por las torturas contra los prisioneros iraquíes, las sospechas en alza por los indicios de corrupción en el gobierno de Bush y, dentro de su partido, la disyuntiva por aumentar los gastos militares en lugar de aumentar los gastos sociales.

Antes de Irak ya había sentimientos antinorteamericanos por el poderío económico, cultural y económico, circunstancia por la cual no debían pedir disculpas. El estilo cowboy de Bush, con su arrogancia desafiante, no hizo más que acrecentarlo. Y sembró dudas entre aquéllos sin los cuales la mera difusión de los valores ha quedado en suspenso hasta dilucidar el beneficio de inventario de una metamorfosis democrática en los países árabes. En Irak, aparentemente feliz por el derribo de la estatua de Saddam, medio país aboga por su ejecución y medio país aboga por su liberación. La mayoría, sofocada por el desempleo y la pobreza, detesta la ocupación.

Kerry apela a la libertad como antónimo del miedo, pero Bush, antes que él, trazó el mapa de un mundo exento de tiranías. Le robó letra a los demócratas: la lucha contra el terrorismo no debía centrarse sólo en la eliminación de los canallas y en la domesticación de sus pueblos. La trampa ha sido el uso desmedido de la fuerza, por más que desde el gobierno de Clinton estuviera pendiente la represalia contra Saddam por sus burlas frecuentes a los inspectores de armas de las Naciones Unidas.

Tanto Kerry como Bush saben que los Estados Unidos han perdido margen de maniobra. ¿De qué vale el poder si uno no persuade antes de emplearlo? Con el garrote se ganan guerras, pero se pierden adhesiones. Y el día menos pensado, en medio de tanto miedo y tanto odio, el efecto Madrid (la derrota de los conservadores de Aznar tres días después de los atentados) te da en la cresta.

En el círculo íntimo de Bush, cada aparición de Al-Qaeda, sea por el medio que fuere, refuerza esa posición agresiva que, ultimátum tras ultimátum, terminó fraguando algo más que un estilo y una imagen: dejó en claro hasta dónde pueden llegar los Estados Unidos si se ven afectados sus intereses o contrariadas sus decisiones; Kerry y Edwards no son inocentes: apoyaron la guerra contra Irak en el Senado.

En ese círculo, obstinado en malgastar la influencia norteamericana, especulan con aquello que consideran inevitable: un atentado antes de las elecciones. Que Moore no dudaría en adjudicarlo a un complot de Bush, así como sus negocios con la familia de Osama ben Laden, en un mundo tan inverosímil que Cannes premia una causa política en desmedro de la estética cinematográfica, un ex presidente despierta más entusiasmo que el candidato de su partido y un tirano escribe una canción desesperada y veinte poemas de amor. Es mejor combatir a nuestros enemigos en Bagdad que en Baltimore, desde luego.



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