No seré feliz, pero tengo democracia




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La mayoría desconfía de los políticos y no está satisfecha con la economía de mercado, según el sondeo Latinobarómetro

Confío más en los bomberos que en mis compañeros de trabajo o de estudio, mi vecina, la telefonista de la central de informaciones, un burócrata municipal, un pariente lejano que nunca he visto antes o una persona que conozco en forma ocasional. Confiaría más en las instituciones si trataran a todos por igual, cumplieran con sus obligaciones, admitieran errores, prestaran servicios acordes con mis necesidades, fueran fiscalizadas, respondieran a mis inquietudes y se interesaran en mis opiniones.

La confianza, rasgo más común en las sociedades abiertas que en las tradicionales, ha bajado en 17 países de América latina entre 1996 y 2003, según la encuesta anual Latinobarómetro. Así como ha bajado, en igual período, el peso de la democracia por no haber logrado reducir en forma significativa los índices de desigualdad económica, política y social. Y han bajado, también, las calificaciones de la Iglesia, de la televisión (principal fuente de información en la región) y de los militares.

¿Vamos bien o estamos mal? Dentro de todo, cual consuelo, la democracia ha resistido crisis en seis países desde 1999; la Argentina, entre ellos. El error, al parecer, ha sido haber inaugurado el edificio cuando poníamos el primer ladrillo. Es decir, inmediatamente después de la era de las dictaduras militares. Creímos entonces, en forma errónea, que iba a coincidir con la construcción de una cultura democrática. Coincidió, en realidad, con la construcción de una cultura electoral.

No todo está perdido. La democracia, más allá de sus defectos, es el mejor sistema que supimos concebir y, en nuestro caso, conseguir. El menos malo, digo. Y despierta expectativas. No en sí misma, sino en las novedades. O en presidentes nuevos y, a la vez, novedosos: Néstor Kirchner, Álvaro Uribe y Luiz Inacio Lula da Silva, ahora; Hugo Chávez, Vicente Fox y Alejandro Toledo, antes.

Lo nuevo, o lo novedoso, no asusta: cautiva. La confianza, empero, no se negocia: los pobres desconfían de los empresarios que, a su vez, desconfían de los gobiernos y los empresarios desconfían de los pobres que, a su vez, desconfían, también, de los gobiernos. En ello cala hondo un virus crónico: la corrupción. Corregida y aumentada en algunos países, como la Argentina, según Transparencia Internacional. Y calan hondo otros virus: la inseguridad y las drogas.

Un fantasma recorre América latina, sin embargo. Es el fantasma de las protestas populares. Que terminaron con los gobiernos de Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia y de Fernando de la Rúa en la Argentina, más allá de la incapacidad de ambos para atenuarlas. Las reacciones, caracterizadas por cortes de calles o cacerolas batientes, espantando inversores y vulnerando derechos, han llegado al colmo de derivar en tomas de rehenes en San Salvador Atenco, México, en contra del traslado del aeropuerto del Distrito Federal. Y en estallidos por doquier en oposición a eventuales privatizaciones de servicios como señal de rechazo a la economía de mercado. Que, como tal, no satisface a la gente.

A mayores oportunidades de acceder a la educación atribuye Latinobarómetro la defensa de los derechos ciudadanos: los gobiernos son más juzgados que antes por sus pueblos en un contexto en el cual el ingreso de bolsillo ha bajado en forma proporcional con el peso de la democracia y su capacidad de respuesta frente a los papeles relegados de los tribunales y de los parlamentos. No por nada más de la mitad de la gente coincide en un miedo: el miedo al desempleo. Y no teme tanto las consecuencias de la evasión impositiva, del fraude social o del incumplimiento de las leyes.

La mayoría sabe que los gobiernos son impotentes frente a muchos fiascos económicos, razón por la cual la demanda se centra en respuestas políticas. Moraleja: inclusión e igualdad en un sistema no del todo generoso. Cáscara, si cuadra, de una democracia apenas formal que no suele atacar el corazón del problema.

¿Quién tiene, o ejerce, el poder? En orden decreciente, a los ojos de la gente, los gobiernos, las grandes compañías, los partidos políticos, los parlamentos, los bancos, los militares, los medios de comunicación y los sindicatos. ¿De quién depende el futuro? De nosotros mismos: mi familia y yo vamos en la dirección correcta, según la respuesta con mayor eco. En Brasil, la Argentina y Chile, el país (sinónimo de rumbo gubernamental) va, también, en la dirección correcta.

Coincidencia que no se ha dado en Bolivia, en donde, tras un estallido social que paralizó el pulso el país y provocó al menos 86 muertes a manos de las fuerzas de seguridad, Sánchez de Lozada debió exiliarse en los Estados Unidos. En su caso, el éxito de su primer período de gobierno, entre 1993 y 1997, había sido la privatización del sector público y de la industria del petróleo.

Exito aplaudido, como las reformas encaradas por Carlos Menem en la Argentina y por otros presidentes en sus respectivos países, por los organismos financieros internacionales. No por la gente: en Bolivia, los índices de desempleo y de miseria han crecido más rápido que las inversiones. Seis de cada 10 personas comenzaron a subsistir con menos de dos dólares diarios, poco más que en Haití.

Cada país, como cada casa, es un mundo. Y, más allá de las coincidencias en algunos aspectos, poco aporta, e importa, que Kirchner, Lula, Chávez, Ricardo Lagos, Lucio Gutiérrez y Nicanor Duarte Frutos sean identificados como líderes antineoliberales. O algo así. Con George W. Bush se reúnen por separado y hablan el mismo idioma. Marcado, desde el 11 de septiembre de 2001, por el acento sobre la seguridad en una agenda que, a pesar de Colombia, consideran ajena. Tan ajena como los fracasos en el fortalecimiento de las instituciones democráticas, la expansión del libre comercio y la lucha contra la corrupción, precisamente.

El voto y la confianza, curiosamente, no van de la mano en América latina. Y los políticos, en forma individual, cargan con la peor parte. Prima el descrédito, en general, por más que la gente se muestre propensa a votar por partidos. Sobre todo, rareza al fin, en países en los que algunos han batido récords de permanencia, forjando dictaduras casi perfectas: Paraguay con sus 56 años de Partido Colorado desde 1947 y México con sus 71 años de Partido Revolucionario Institucional (PRI) hasta 2000.

Eso habla de una mayoría más dispuesta a creer en los políticos que a desecharlos. ¿En quién confiamos, pues? Más en nuestros familiares y amigos que en los medios de comunicación, por ejemplo. Y más en la democracia que en cualquier otro sistema. En cultura cívica, empero, no hemos progresado en revelar nuestras posiciones políticas, ni en cumplir con las leyes, ni en conocer nuestros derechos y obligaciones. Estamos tan acostumbrados a apagar incendios, creo yo, que confiamos más en los bomberos que en nosotros mismos.



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