Polvo en el viento




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Cenizas han quedado, otra vez, de los esfuerzos por la paz en Medio Oriente, región en la cual no ha reparado Bush

Desde un helicóptero israelí partió un misil. Dio en el blanco: un coche, en la Franja de Gaza. Murieron Ismail Abu Shanab, uno de los líderes de Hamas, y dos de sus guardaespaldas. Era el fin de otra tregua precaria. Dos días antes, en Jerusalén, un terrorista suicida había liquidado a 20 israelíes. En represalia, al parecer, por el asesinato, en Hebrón, de Mohammad Sider, cabecilla de la Jihad Islámica. Y así sucesivamente, cual cuenta regresiva, hasta el 28 de septiembre de 2000. El día D. Del comienzo de la segunda intifada (sublevación palestina), en realidad.

En un mes y monedas de otra tregua precaria, la hoja de ruta se destrazó, o se destrozó, a sí misma, recobrando, la violencia, sus círculos perversos entre los atentados terroristas en Israel y los asesinatos selectivos en Palestina. Sin más determinación política, después de la prueba de laboratorio con un primer ministro palestino aprobado por la comunidad internacional, Mahmud Abbas (Abu Mazen), que otra prueba de laboratorio: la nominación en su lugar de Ahmed Qureia (Abu Alas), lugarteniente de Yasser Arafat y presidente del parlamento en su caso, con tal de recuperar el tiempo, y el espacio, perdido.

Con una misión cuasi imposible: desmantelar a los grupos terroristas mientras, a su vez, varias voces de Israel, hartas ya de estar hartas de los círculos perversos, se han pronunciado por la violencia. Es suficiente, ladró The Jerusalem Post: tenemos que matar a Yasser Arafat.

La mera idea de desterrarlo, promovida por el gobierno de Ariel Sharon, ha provocado reacciones adversas en el exterior, empezando por los Estados Unidos. No tanto por él, quizás, irremediablemente asociado a la violencia por el parentesco de su partido, Al Fatah, con el terrorismo, sino por el desenlace de un conflicto al cual George W. Bush no quiso prestarle atención al comienzo de su gestión y que, después de la voladura de las Torres Gemelas, cobró algo de interés tanto por la similitud del modus operandi (terroristas dispuestos a morir matando) como por la similitud de las respuestas (las vanas cazas de Osama ben Laden y de Saddam Hussein, así como de otros sospechosos, han sido réplicas de los asesinatos selectivos).

El resultado no pudo ser peor. Ni peor pudo ser la fórmula aplicada por Sharon y por Bush: no dialogar con un terrorista que tildan de corrupto y de autoritario. Prejuicio que no tuvo Bill Clinton, por más que Arafat hiciera las mil y una con tal de abortar las negociaciones con el ex primer ministro Ehud Barak. Prejuicio que, después de tres años de intifada y de diez años de un apretón de manos con Yitzhak Rabin que no iba a ser más que un espejismo, no ha hecho más que radicalizar el conflicto. Al punto de llevarlo al borde de una ceguera crónica que se codea peligrosamente con aquello que Occidente, o los Estados Unidos, quiso evitar: el choque de las civilizaciones por excusas, más que por razones, religiosas.

El ejército israelí falló en su intento de liquidar al jeque Ahmed Yasín, líder espiritual de Hamas. En represalia, dos atentados suicidas cobraron 16 vidas en Jerusalén y en Tel Aviv. En represalia, a su vez, resultó herido, en la ciudad de Gaza, Mahmoud al-Zahar, cofundador de Hamas; murieron uno de sus hijos y un guardaespaldas. Y así sucesivamente, cual círculo vicioso, en el cual tanto Bush como Jacques Chirac y José María Aznar han instado a retomar la hoja de ruta. Que no convence, pero, al menos, lleva al plano diplomático aquello que, de otro modo, no se resuelve. O se resuelve con rencores.

Entre ellos, Chirac ha sido siempre partidario de no debilitar a Arafat. Tal vez, Sharon haya cometido un desliz histórico: dejarlo con vida en 1982. Era ministro de Defensa; sus tropas asediaban los cuarteles palestinos en Beirut. Por la presión internacional halló refugio en Túnez. Por la presión internacional, también, los acuerdos de Oslo, rubricados en 1993, permitieron que retornara dos años después a Palestina, en donde permanece recluido en un edificio semiderruido de Ramallah.

En estos años, el aislamiento ha conferido a Arafat mayor crédito que la exposición. Si ha cedido en algo, como permitir que un primer ministro fuera, o sea, la voz cantante de Palestina, ha cedido tan poco, en verdad, que cualquier negociación, empezando por el desarme de los grupos terroristas, está sujeta a su venia. Y tal como ha sucedido con el malogrado Abbas, incapaz de confiscar una sola pistola, difícilmente Qureia u otros puedan avanzar mucho más.

La memoria y balance de la hoja de ruta, trazada por los Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas y Rusia, no arroja, pues, beneficio de inventario: las pruebas de laboratorio con sustitutos de Arafat, si de negociaciones se trata, no han reportado más que un clima de inestabilidad política y económica que perjudica tanto a Israel como a los palestinos.

¿De qué vale tapar el sol con un dedo, ningunéandolo? Antes de la segunda guerra contra Irak, Hussein tampoco era considerado un demócrata o algo parecido, pero sus ministros desfilaban en las Naciones Unidas y en Washington, así como en las principales capitales europeas, con tal de acordar salidas menos cruentas. Mentían en forma descarada, a los oídos de varios de sus interlocutores, lo cual no significaba que fueran aislados, confinados y desterrados.

Menos poder concedido desde afuera, más poder concedido desde adentro. Esa lógica, otro círculo perverso, ha permitido que Arafat, mientras apaña grupos terroristas, se mueva a su antojo entre los extremos: de victimario, con ametralladora en el cinturón, a víctima, con lágrimas en los ojos. Y así sucesivamente, cual hormiga, cual elefante, con una prédica, esencialmente contraria a la existencia del Estado de Israel, que ha permanecido invicta hasta a los efectos de la globalización y del paradigma planteado por los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Con esa prédica, fomentada por la fama de halcón que supo ganarse Sharon con sus asesinatos selectivos, Arafat ha logrado ser, al menos, el contrapeso de algunos gobiernos europeos en la balanza de poder con los Estados Unidos. Símil, en cierto modo, de Fidel Castro en América latina. Otro dinosaurio que se ha ganado el favor de las organizaciones de derechos humanos, enroladas en partidos de izquierda, a pesar de violar en forma sistemática los derechos humanos.

En Medio Oriente, más marcadas las diferencias por una historia de toma y daca de orígenes bíblicos, el doble rasero de la mayoría de los gobiernos árabes ha contribuido, también, a la defensa, silenciosa a veces, de Arafat. Por aquello de no favorecer al monstruo que, desde la educación primaria, va corporizándose, en la calle, con tanques a los cuales abu (papá) combatía, en la primera intifada, con piedras. Con helicópteros misilísticos, ahora.

Clinton, en cuyos últimos días de gobierno estalló la segunda intifada, legó un plan de paz que, por irrealizable que fuera, daba la sensación de que el conflicto podía reencarrilarse. Bush, al mejor estilo de su padre, dejó todo para después. Sólo faltó que dijera, como James Baker, que se arreglaran entre ellos y que, con una oferta concreta, llamaran por teléfono a la Casa Blanca.

Desde Oslo, sin embargo, el problema ha sido el liderazgo palestino. Arafat jamás repudió la violencia como táctica de negociación ni aceptó, acaso como Nelson Mandela en Sudáfrica, que la moneda de cambio, paz por territorios, implicara, precisamente, paz. Polvo en el viento ha quedado, entonces. Y así sucesivamente.



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