Errores de cálculo




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El atentado contra la ONU en Bagdad y la ruptura de la tregua en Medio Oriente tienen un solo objetivo: la política norteamericana

Finalizó la guerra, según alardeó George W. Bush en el portaviones Abraham Lincoln. Era la palabra del jefe, vestido para la ocasión con uniforme verde oliva: “Las principales operaciones de combate han terminado”, dijo. En la víspera, sin embargo, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, había dejado de una pieza a sus propios soldados en Bagdad, advirtiéndoles que ahora, en lugar de volver a casa, debían “erradicar las redes terroristas que operan en el país”. ¿Qué redes terroristas?, se preguntaron, mirándose entre sí.

Fue profético: ya no debían buscar armas químicas (¿armas químicas, dijo?) ni ir detrás de Saddam Hussein (disculpe, ¿quién?), sino aventurarse en una guerra de guerrillas que iba a desembocar en actos terroristas. Imprevisibles, como la bomba que destrozó la sede temporal de la misión de las Naciones Unidas en Bagdad (y mató a Sergio Vieira de Mello) y, cual posdata, el atentado suicida simultáneo contra un autobús repleto en Jerusalén con el cual Hamas y la Jihad Islámica resucitaron la infitada (sublevación palestina), vulnerando la tregua precaria que habían atado Ariel Sharon y Mahmud Abbas (Abu Mazen) como condición de la hoja de ruta. O de otro intento (y van…) de alcanzar la paz en Medio Oriente.

Un calco, casi, de la reciente voladura de la embajada de Jordania en Bagdad, en señal de rechazo a la colaboración de su gobierno a la coalición armada por los Estados Unidos para la invasión de Irak, y del ataque, simultáneo también, contra el hotel Marriott, de Yakarta, Indonesia, el país con mayor población musulmana del mundo, en donde el grupo Jemaah Islamiyah, socio de Al-Qaeda, se había atribuido, en octubre de 2002, los atentados contra un restaurante y una discoteca de Bali.

Hubo errores de cálculo, en principio. Bush y Rumsfeld quisieron que el mundo viera la realidad con sus ojos, empezando por la demolición de las Torres Gemelas. En la orilla de enfrente, Europa, había que convencer a 15 gobiernos, pero sólo dos entre los grandes, Tony Blair y José María Aznar, compartieron el criterio, y el sentimiento, por haber padecido el terrorismo en sus dominios. De ahí, el apoyo escaso a la guerra contra Irak, por más que Saddam, como todo déspota, no tuviera atenuantes. Los otros líderes, sobre todo Jacques Chirac y Gerhard Schröder, han sido confinados al desván de los cobardes, o de los traidores, por haberse opuesto.

Falló la percepción. Y falló, también, la explicación. Europa no entendió que el incremento cero de la seguridad de sus fronteras aumentaba la vulnerabilidad de los Estados Unidos y, a su vez, los Estados Unidos no entendieron que la tolerancia cero de la seguridad de sus fronteras aumentaba la vulnerabilidad de Europa. Con una diferencia: en Europa, no en los Estados Unidos, operaban organizaciones como el IRA y la ETA antes del 11 de septiembre de 2001 que, cara y cruz con Al-Qaeda, habían entablado negociaciones con las autoridades.

El mundo árabe, en particular la Palestina de Yasser Arafat (el poder real, más allá de que Mazen sea el primer ministro), tampoco entendió el mensaje de Bush y de Rumsfeld. Por una razón primaria: la invasión a Irak, según su óptica, no tuvo otra causa que no fuera el petróleo. Y no hubo indicios, después, de que no haya sido una de las razones, si no la primordial, del apuro de los Estados Unidos en abrir fuego mientras el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, blanco de la ira como mero apéndice de Occidente, abogaba por la legalidad.

Los iraquíes, en su mayoría, padecían las atrocidades del régimen de Saddam, pero, con la guerra, no han visto más que una ocupación cuasi colonial administrada por un virrey de apellido Bremer en transición hacia un gobierno interino de sesgo pro norteamericano. Se trató, interpretaron, de una cesión, o de una sumisión, frente a Israel, indefectiblemente ligado a los Estados Unidos. Caldo de cultivo, entonces, para las simpatías nunca ocultas por grupos terroristas de la talla de Hezbollah y compañía. Apañados, en cierto modo, por gobiernos árabes.

Desde que Bush alardeó con el final de la guerra y Rumsfeld advirtió sobre las redes terroristas hubo muertos de ambos bandos en Irak. Lógico, pero, curiosamente, los muertos iraquíes siempre han sido “en defensa propia”. Raro desenlace si, como pensaban en voz alta, aquellos que se liberaban de uno de los ejes del mal iban a ver en los soldados norteamericanos “fortaleza, amabilidad y buena voluntad”. Con la mano en el corazón, ¿quién ve fortaleza, amabilidad y buena voluntad en un extraño de lengua imposible que se siente dueño y señor de algo que, aparentemente, no le pertenece?

La guerra no terminó el 1° de mayo, sino el 9 de abril. Los soldados norteamericanos rodearon con una soga la estatua de Saddam y, alentados por una multitud, dejaron que cayera desde su pedestal, vacilante primero, tirada por un vehículo blindado. Era una imagen simbólica y, al mismo tiempo, grotesca: una población bombardeada, saturada por la opresión, celebraba la caída del tirano. ¿Celebraba, también, la ocupación? Eso creyó Bush.

El final de la guerra implicaba, en realidad, la cuenta regresiva para sus propios soldados, por más que Rumsfeld les hubiera advertido sobre las redes terroristas que debían erradicar. ¿Por qué debían erradicarlas? Los norteamericanos, concluyeron los iraquíes sin necesidad de apelar a la tabla de logaritmos, se habían repartido el botín de la reconstrucción, licitando desde la reparación de carreteras hasta la edición de nuevos libros de texto, así como la explotación del petróleo. Y, elemental, necesitaban seguridad para sus inversiones, así como Bush para su reelección en 2004.

Era más fácil en la Guerra Fría. Hubo disputas fenomenales, sí, pero el Ejército Rojo terminaba siendo un factor de unión con tal de que no avanzara. Había un Bréznev y había un Reagan. Tan ridiculizado como Bush en Europa, antes de convertirse en una especie de presidente de culto para la derecha norteamericana.

Después vino Kosovo, con Bill Clinton, Blair y Schröder a la caza de otro tirano, Slobodan Milosevic. Y, más allá de los intereses económicos en la provincia yugoslava, primaron los derechos humanos: la alianza atlántica (OTAN), no una coalición de corte antiterrorista, debía frenar la limpieza étnica. Sin el aval explícito de las Naciones Unidas, tampoco, pero, al menos, con un poco más de consenso. Quizá por una circunstancia relativamente trivial: aquellos líderes supieron vender la guerra, exponiendo la necesidad de frenar un conflicto étnico capaz de desestabilizar a Europa del Este.

El golpe de gracia, la hecatombe de las Torres Gemelas, desestabilizó todo. Con un presidente en duda, Bush, que ya había desfirmado pactos internacionales en virtud del interés nacional y que se sentía agredido en su fuero íntimo por una banda de forajidos capaz de derrumbar un símbolo, reverso de la estatua de Saddam. Están con nosotros o están contra nosotros, eje del mal, Afganistán…

Mientras exportaba la guerra, o el miedo, no reparó en que debía sumar aliados en lugar de ganarse enemigos. Ni en lo difícil que era convidar a vegetarianos con hamburguesas: democracia entre los árabes, digo. Justo en momentos en los cuales la región en la que se aplicó esa receta, América latina, como correlato de las dictaduras y de la subversión, no estaba cantando las hurras ni exagerando elogios hacia las reformas neoliberales y el libre comercio, salvando las distancias culturales.

Ningún país está más interesado que Israel en que algo así funcione, de modo de conectarse con Occidente por medio de un mosaico de países medianamente racionales en los cuales imperen las mismas reglas de juego. La fórmula, empero, no ha cosechado más que violencia. Lejanía, también: Europa sabe que, en los planes de Al-Qaeda, es un blanco secundario. Y que un incremento de la seguridad de sus fronteras obraría en contra de sus intereses, más allá de que haga disminuir la vulnerabilidad de los Estados Unidos.

Si Bush alardeó con el final de la guerra, ¿por qué no creerle? De las redes terroristas iban a encargarse los muchachos de Rumsfeld, ingrato su nombre en la “vieja Europa” de Chirac y de Schröder.



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