Verdades en huelga




Getting your Trinity Audio player ready...

Más allá de la falta de pruebas sobre las armas, Bush ha replanteado la disyuntiva entre el imperio y el imperialismo

Por formación, o por deformación, algunos de los inspiradores de la guerra contra Irak creen que la gente necesita mentiras reconfortantes. O, invirtiendo el foco, verdades ocultas. Que, administradas con prudencia extrema, aquilatan el capital intelectual de una elite. De eso, dicen, se trata el poder.

Esa clase política, identificada con el movimiento ultraconservador norteamericano de mediados del siglo XX, ha emergido de golpe. Por un golpe: la voladura de las Torres Gemelas. Y, consustanciada con la decisión de George W. Bush de no dejar piedra sobre piedra en parajes remotos en tanto persista la amenaza terrorista contra el interés nacional, no ha reparado en las formas ni en los modales.

De ahí que Richard Perle, director del Consejo de Defensa de los Estados Unidos, haya afirmado, y firmado, el acta de defunción de las Naciones Unidas. Con desparpajo y arrogancia, agradeciéndole a Dios su muerte. Que cuadra, a su vez, con otra muerte menos evidente quizá: en su léxico, el naufragio intelectual de la presunción liberal según la cual la seguridad puede conseguirse por medio de leyes emanadas de instituciones internacionales.

Políticamente incorrecto, o moralmente despiadado, Perle no ha hecho más que reflotar la acertada definición de Raymond Aron, en 1973, de los Estados Unidos: la república imperial. Que, a diferencia de la Roma clásica, ha sabido resolver el intríngulis entre preservar el sistema republicano y, en forma simultánea, ejercer su rasgo imperial.

Contenido, durante la Guerra Fría, por la existencia de la Unión Soviética. Desaforado, o desatado, después. En especial, como correlato de un breve interregno desde la caída del Muro de Berlín, en 1989, y la desintegración del coloso comunista, en 1991, hasta los atentados terroristas, en 2001. En poco más de una década, con intervenciones armadas en conflictos ajenos, como Haití, Bosnia o Kosovo, el mundo ha requerido cada vez más la atención del único gendarme, o árbitro, en pie, confirmando la presunción del periodista norteamericano Marse Henry Watterson en 1896: somos una gran república imperial destinada a ejercer una influencia determinante sobre la humanidad y a modelar el futuro del mundo como no lo ha hecho ninguna otra nación, ni siquiera el imperio romano.

Esa prédica resumía la corriente imperialista de fines del siglo XIX. Diferente de la corriente imperial de comienzos del siglo XXI. Más asociada con la hegemonía efectiva que con la expansión territorial. Sin visos de que, agotadas la contención y la disuasión aplicadas con la Unión Soviética, cambie la secuencia inaugurada en Irak: ataque preventivo, sustitución del régimen, replanteo de la soberanía frente a un enemigo sin un Estado fijo y, cual valor agregado, depreciación del multilateralismo (o afianzamiento del unilateralismo).

El imperio, versión Irak, gana una guerra, o derroca a un dictador, y procura regresar a casa. No necesita conquistar un territorio y permanecer en él, destinando a los mejores de su clase con tal de trasplantar facetas culturales. Como los británicos en la India, por ejemplo. Por una razón más práctica que teórica: casi la mitad de las mayores corporaciones mundiales de la industria, la banca y los negocios es norteamericana y más del 40 por ciento del gasto en defensa sale del mismo bolsillo. De eso se trata, también, el poder.

Ideólogos como Paul Wolfowitz, segundo de Donald Rumsfeld en el Pentágono, y teóricos como Robert Kagan comulgan con una doctrina antiutópica que guarda relación con el credo del filósofo alemán Leo Strauss, nacido de padres judíos en 1899, en Kirchhain, Alemania, y muerto en 1973, en Annapolis, Maryland.

Desde 1938 vivió en los Estados Unidos. Y fue objeto de culto mientras dictaba clases en la Universidad de Chicago: creía que las verdades esenciales de la sociedad y de la historia debían quedar a resguardo de una elite. Un círculo al cual no podían acceder aquellos que no tuvieran tino para asumir la verdad. La mayoría, digamos.

En la novela «Ravelstein», el escritor Saul Bellow recrea la vida de su amigo Allan Bloom, erudito del griego, traductor de Platón, profesor de Chicago y discípulo de Davarr (palabra, en hebreo). Símil de Strauss, en realidad. Un grupo de estudiantes domina la verdad y, cual mensaje, asume, entre otras cosas, que se puede ser ateo y, al mismo tiempo, alentar el espíritu religioso del pueblo.

Eran, o son, las antípodas del liberalismo, al cual John Ikenberry, profesor de la Universidad de Georgetown, atribuye el misterio de la hegemonía norteamericana durante medio siglo. En el ideario de Strauss, sin embargo, no hay Dios; el hombre y la humanidad representan poco, o nada, y la historia humana es insignificante. Una jerarquía gobernante, entonces, debe restringir el acceso a la información, explotando la mediocridad y los vicios de la gente con tal de preservar el orden social.

En la construcción, o en la explicación, del nuevo orden, el historiador Arthur Schlesinger Jr., asesor de John F. Kennedy, evaluó la tentación de los Estados Unidos de ser una superpotencia única, pero concluyó que no incurriría en el imperialismo por otra razón más práctica que teórica: ninguna nación está en condiciones de asumir el papel de gendarme, o de árbitro, de un mundo interdependiente. Ni de responder por sí sola a los desafíos ambientales, demográficos, económicos, políticos y militares frente al paradigma creado por un enemigo invisible, más allá de que, seamos francos, cuando hay problemas recurramos como mendigos a ella.

Que haya habido roces con la vieja Europa, anclada a los ojos de Rumsfeld en Francia y en Alemania, no implica tirar por la borda los años invertidos en las coincidencias: los socios de la alianza atlántica (OTAN) han convenido finalmente en prevenir la proliferación de armas de destrucción masiva, no halladas en Irak, y en explorar la protección de sus territorios con misiles defensivos. Otro neologismo contemporáneo, como los ataques preventivos y los daños colaterales.

Con verdades ocultas, o mentiras reconfortantes, Bush logró imponer su doctrina. Previa a los atentados en sí, comenzando por su empeño en tender el escudo antimisiles y por su rechazo al Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global. El daño, si de Irak se trata, está hecho. Y la victoria, cace a Saddam Hussein o no, se resume en la lógica del circo romano: exhibir sin pudor los cadáveres de los hijos del déspota, Uday y Qusay, promotores de asesinatos, torturas y violaciones, y censurar sin pudor las imágenes de los soldados norteamericanos que cayeron prisioneros.

El imperialismo ha concluido: ninguna nación será líder como han sido las europeas, postulan Toni Negri y Michael Hardt en el libro «Imperio», escrito entre la primera Guerra del Golfo, en 1991, y la Guerra de los Balcanes, en 1999. Es decir, antes de los atentados que iban a precipitar el desenlace. Antes de Bush, incluso. Y antes del ascenso de la clase política que, durante la era Bill Clinton, permanecía silenciosa, o agazapada, frente al bochorno de imaginarlo, en el Salón Oval, mal acompañado y con los pantalones a media asta mientras apelaba, también, a las mentiras reconfortantes.



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.