Seamos idealistas: hagamos lo posible




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El tercer mundo demostró que está lejos de aceptar el «intervencionismo benévolo» que plantean Blair, Clinton y compañía

Promesas, no realidades, invocaba un graffiti latinoamericano. Las mismas, quizá, que han procurado evitar Lula, Ricardo Lagos y Néstor Kirchner. Marcados, más que todo, por realidades, no por promesas, en un contexto pendiente en forma casi exclusiva de la seguridad, o del interés nacional, de los Estados Unidos (están con nosotros o están contra nosotros, versión George W. Bush) en el cual lejos, lejísimo, parece haber quedado aquella cosa llamada utopía que Eduardo Galeno supo definir como una excusa para caminar: “Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá”.

Después de tanto caminar, Lula, así como sus pares de la región, no llegó al poder, sino al gobierno. Y no armó una revolución; ganó una elección. ¿Dónde ha quedado la utopía, entonces? El realismo político no significa abandonar nuestros sueños, esgrimió en Gran Bretaña. Había estado poco antes con Bush en la Casa Blanca, atendido a cuerpo de rey en una reunión extendida (con ministros) reservada sólo a mandatarios de países caros al interés nacional, como Canadá y México por la cercanía, y algunos europeos.

Lejos, lejísimo, parecía haber quedado la cumbre del Mercosur, en Asunción, con los discursos fogosos de Hugo Chávez, en contra del neoliberalismo y de la globalización, y del próximo presidente de Paraguay, Nicanor Duarte Frutos, copia imperfecta del presidente bolivariano. Lejos, lejísimo, parecía haber quedado, también, la utopía.

Hasta que arribó a Gran Bretaña y, entre sus pares progresistas, creyó que era oportuno dejarse llevar por un arrebato de pasión: los Estados Unidos piensan primero en sí mismos, segundo en sí mismos y tercero en sí mismos, disparó. O se desahogó. Eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca, obtuvo como respuesta, o como réplica, del presidente de Polonia, Aleksander Kwasniewski, colérico. Y tan agradecido por la contribución norteamericana a la lucha contra el fascismo y contra el comunismo en Europa que no dudó en respaldar a Bush en su cruzada contra Saddam Hussein.

Seamos idealistas, pues: hagamos lo posible. Sería un error que los gobiernos de izquierda se definan a sí mismos como antinorteamericanos, observó Tony Blair, el anfitrión. ¿Es la economía, estúpido? Bill Clinton insistió en la necesidad de cambiar paradigmas, garantizando a Corea del Norte, por ejemplo, que, si transa en lugar de amenazar a Occidente con armas diabólicas, no será una nueva Alemania del Este.

Buena oferta si de uno de los ejes del mal se trata, como Irak e Irán, con la premisa, alentada por Blair, de apelar al intervencionismo benévolo, o la doctrina Bush, en caso de extrema urgencia en un país dominado por el desorden o cuyo gobierno no cumpla con sus responsabilidades. ¿Qué?, bramó el canciller de Alemania, Gerhard Schröder, socio en las acciones de la alianza atlántica (OTAN) que terminaron con Slobodan Milosevic en Kosovo y de la coalición que terminó con el régimen talibán en Afganistán.

No en Irak, en donde no creyó que el tirano depuesto, y prófugo, provocara sufrimiento a su población ni atentara contra la estabilidad mundial o contra la seguridad de un país en particular. El principio de no intervención debe ceder paso a la obligación de proteger a las víctimas, terció Blair, redondeando su rediseño de la tercera vía cual cuña entre el capitalismo y el socialismo con matices sobreprotectores. ¿Las Naciones Unidas? Bien, gracias. Lejos, lejísimo, en Nueva York.

Temas del primer mundo, digamos, mientras Lagos despotricaba finamente contra el Consenso de Washington por su déficit en paliar el hambre y la pobreza, abogando por más equidad en el comercio y menos ayuda a los países desarrollados, y Lula reseñaba que América latina ha sido, en los noventa, una suerte de laboratorio del desastre económico.

Mensaje dual, en definitiva, para auditorios diferentes en los cuales la necesidad de Blair de deshacerse de las sospechas de la mentira que derivaron en su quinta guerra desde que ejerce como primer ministro o el agradecimiento de Kwasniewski por la gesta norteamericana en la Segunda Guerra Mundial poco y nada tienen que ver con el hambre cero de Lula o con el interés en afianzarse, construyendo poder, de Kirchner. Oídos más atentos encontraron, de hecho, en Schröder que en Clinton.

Sin plantearse, en verdad, si una dictadura veterana como la cubana debería entrar en la misma categoría que la iraquí, por más que no descanse sobre ríos de petróleo, o si otra más osada, la norcoreana, puede esperar, mientras desafía la doctrina Bush, en virtud de que no pone en peligro la seguridad, o el interés nacional, de los Estados Unidos. Sin plantearse, tampoco, si los derechos humanos deben aplicarse con la misma vara a Milosevic y a los carceleros de Guantánamo. O si el correlato de las guerras preventivas será, como en Bagdad, un consejo mixto, después de la administración provisional de Paul Bremer, que debe solucionar desde la falta de agua y de electricidad hasta el desempleo en medio de una guerra de guerrillas.

¿Izquierda? Ni Blair, ni Clinton, ni Schröder, ni Lula, ni Lagos, ni Kirchner y compañía encajan en ella. En la tradicional, al menos. La conocida. Por una razón: no tiene espacio en un contexto pendiente de la seguridad de un solo país en el cual el gerente de personal de una compañía multinacional tiene más poder, y predicamento, que el ministro de economía de un país subdesarrollado.

Seamos realistas, pues: hagamos lo imposible. El deseo de cambiar el mundo no pertenece a la izquierda ni a la derecha, sino al centro mismo de la utopía. De ese centro, sin sentirse un defensor del statu quo, no quiere apartarse un ápice Blair. Cederlo, dejó entrever en la conferencia, sería terrible. ¿En qué quedamos? En no perder la mística, pero, al mismo tiempo, imponer leyes más duras, capaces de sancionar aquello que, en otros tiempos, era una expresión de libertad.

La tercera vía viene a ser una marca registrada. Vacía de contenido y, a veces, autoritaria. Clinton detestaba la mera posibilidad de que los Estados Unidos fueran la policía del mundo, pero no tuvo más alternativa que ser, en algún momento, el sheriff. Papel que, después de una catástrofe como los atentados terroristas en casa, terminó ejerciendo a la perfección Bush.

¿Qué tan lejos, lejísimo, ha quedado Blair de la doctrina Bush? Forma parte de ella: hasta podría llevar su nombre. Y ha vendido mejor la guerra que su par norteamericano, sentando precedente, jurisprudencia casi, en el acta de defunción dictada a las Naciones Unidas.

La última utopía de unos pocos, traducida en el presunto respeto al orden multilateral frente a la urgencia de promesas, no realidades, que, a su vez, han procurado evitar, de modo de no seguir caminando y caminando detrás de aquella cosa llamada utopía. Que, según Galeano, sólo sirve para eso: para caminar.



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