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Powell hizo una distinción poco sutil entre los países de América latina que apoyaron la guerra y los que la rechazaron

Alguno que otro espíritu sensible, o nostálgico, habrá advertido la magra mención de la Argentina en el discurso del secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, durante la conferencia anual del Consejo de las Américas. Salvo para referirse a «las dificultades diarias de los argentinos». O para abogar, el día después de las elecciones, por «la esperanza de que el nuevo gobierno, cuando sea elegido e instalado, pueda llevar adelante a esa gran nación». Mensajes de circunstancia, no más. Coincidentes con los buenos augurios para Paraguay, recurrente en elegir, y en reelegir, también en la víspera, al Partido Colorado. Una rutina desde 1947.

No entró esta vez la Argentina, o su gobierno, en el reparto de agradecimientos «por su valiente postura en pro de lo que es correcto, lo que es necesario y lo que es justo». Música para oídos menemistas hubiera sido. Lo correcto, lo necesario y lo justo, según Powell, era apoyar a la coalición desplegada en Irak. Como Colombia, Costa Rica, la República Dominicana, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Panamá, más allá de que sus posiciones hayan estado más ligadas a cuestiones domésticas que al derrumbe del régimen, y de las estatuas, de Saddam. La guerra contra el narcoterrorismo, en un caso; los acuerdos de libre comercio, en los otros.

Powell, empero, no pasó facturas. La cosecha de apoyos en sí había sido escasa: siete países entre 35. Dejó entrever, sin embargo, que Bagdad no está tan lejos de Bogotá como parece. Y, sin adentrarse en el conflicto colombiano, puso en un plano de igualdad a Irak con Cuba, reparando en Chile, demorado su acuerdo comercial, y en México, demorado su acuerdo migratorio. Gobiernos que habían sido puntales, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de una nueva oportunidad para los inspectores de armas en desmedro de la ansiedad de Bush por derrocar a Saddam.

La nueva oportunidad en ese ámbito, centrada en levantar el embargo contra Irak, pasa, también, por la condena al régimen de Castro, reprobado por su desprecio a los derechos humanos. En un momento crucial: hasta intelectuales antes seducidos por la epopeya de los barbudos se han mostrado reticentes a continuar con su respaldo a una dictadura que, en un abrir y cerrar de ojos, encarcela a 75 disidentes y fusila a tres infelices que pretendían partir para nunca más volver.

Con Castro vivo, al menos. Otra ecuación que el gobierno de Bush no pasa por alto: sus 76 años largos, en los cuales ha sobrevivido a todos los presidentes de los Estados Unidos desde Eisenhower. De ahí, la renovada insistencia de Powell en dos frentes: las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos (OEA) con tal de que constaten in situ, con un relator, la falta de garantías en la isla.

En la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, no obstante ello, el régimen de Castro obtuvo una victoria después de haber merecido tibias objeciones en la votación en la cual el gobierno de Duhalde, rompiendo con una década de condenas, se contradijo a sí mismo respecto de 2002, absteniéndose, con tal de privilegiar la agenda casera, o electoral, bajo el paraguas de una aparente coordinación diplomática con el gobierno de Lula.

Cuba, finalmente, terminó siendo reelegida por tres años como miembro de ese ámbito, al cual pertenece desde 1989, a pesar de la campaña de exclusión emprendida por los Estados Unidos. «Es como poner a Al Capone a cargo de la seguridad bancaria», llegó a decir Ari Fleischer, vocero de la Casa Blanca. La Argentina, dentro de todo, pasó inadvertida: votó en bloque con sus pares latinoamericanos.

Pero Al Capone está por ser descubierto por haber evadido impuestos. O, en realidad, por haber defraudado a aquellos sobre los cuales descansaban las bases culturales de la revolución. En 44 años de rutina, algo menos que los 56 de los colorados moldeados por Stroessner en Paraguay, desde Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir hasta Gabriel García Márquez y Eduardo Galeano se han solidarizado con la gesta de Castro. Exaltada por la prensa norteamericana cuando derrocó a Batista, recordemos.

Casi medio siglo después, sin la Unión Soviética ni la Guerra Fría, el reaseguro mezquino de una dictadura comunista en la región, de modo de no ceder ante las demandas de los Estados Unidos, ha desaparecido. Y Castro, aislado, no hace más que desafiar al sentido común, como si fuera el mandamás norcoreano Kim Jong Il, procurando aprovechar, acaso, la distracción por Irak.

En un momento especial, también, por el desencanto provocado en América latina por las reformas económicas. Desencanto que Powell, en su discurso, centró en la oposición de algunos de «nuestros amigos» (Chile y México, en particular) a avalar la resolución que habría legitimado la ansiedad de Bush. O el imperio de los tiempos logísticos sobre los tiempos políticos.

Lejos de las represalias, al menos en público, Powell admitió que los Estados Unidos no pueden solos. No pudieron en Irak, signados por el rechazo popular, y tampoco pueden en América latina. Sobre todo, con los ánimos caldeados contra ellos, sin llegar a los arrebatos de Chávez en Venezuela, por el desencanto visto desde otro ángulo: «Si privatizar es la cura, ¿por qué la Argentina agoniza?», rezaba un graffiti en un paredón de Eloy Alfaro y Portugal. Una esquina de Quito, Ecuador, atado a la dolarización.

Mirar delante pregonan entonces Lagos y Fox. Los más tocados en la batalla naval diseñada por Bush en la cual busca consenso, ahora, para hundir al único sobreviviente en la región del naufragio comunista. Y ser, o hacer, historia en una cruzada que, a diferencia de Irak, debería ser más sensata. O mejor vendida: nadie quiere en casa un régimen como el cubano. Ni un exilio sin camino de retorno. Con Castro vivo, claro.

En contraste prima el desencanto. Con una inmigración que, en una década, ha pasado a ser emigración por falta de empleo. Y de horizontes. Por falta, a su vez, de renovación de líderes y de partidos. Razones de ser de fenómenos curiosos, apreciados desde Marte, como la definición de la interna peronista después de las elecciones generales en la Argentina o la persistencia de los presidentes de extracción colorada en Paraguay.

La recesión, en alza, ha sido directamente proporcional con las esperanzas, en baja. En baja, también, se cotiza el paradigma de los años 90: el Consenso de Washington. Algo así como el credo del Estado de bienestar después de las reformas. Que fracasó. En principio, por sus dividendos escasos tanto para aquellos que vendieron hasta las joyas de la abuela, como la Argentina, como para aquellos que prefirieron conservarlas, como Paraguay. Sin reacción en las crisis, excepto la mexicana de 1994, de sus padrinos. O impulsores.

Vulnerables, desde 2001, frente al peligro que creían ajeno: el terrorismo. Prioridad en la agenda mientras Bush, de paso, liquida «al tipo que quiso matar a mi papá» y, si puede, al que se burló de nueve presidentes norteamericanos, su padre entre ellos, hasta Clinton. En el momento oportuno, quizá: «¿Por qué Castro rechaza el escrutinio si nada tiene que ocultar?», se preguntó Powell. En espera de definiciones, como los argentinos de la interna peronista. Perdón, de la segunda vuelta de las elecciones generales.



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