Las vísperas de después




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Bush está haciendo todos los méritos para establecer un nuevo orden mundial en el cual el consenso tenga una sola voz

Hubo un 11 de septiembre y, por él, una guerra. La hija de la madre de todas las batallas, prima hermana de Afganistán, sobrina segunda de Medio Oriente y nieta no reconocida de Kosovo. De ella tanto se había hablado que, en realidad, era historia antes de ser, o de hacer, historia: las e-bombs (bombas electrónicas) arrasaron Bagdad y alrededores. Chau, Saddam, pues. “El tipo que intentó matar a mi papá”, según Bush, está políticamente muerto y sepultado.

Murieron otros, también. Gente de a pie (bueno, iraquíes) sorprendida por las esquirlas de otra guerra, la real, entre el consenso (esa reliquia llamada respeto a las normas internacionales que los Estados Unidos supieron inspirar) y los impulsos (esas patadas contra el tablero que los Estados Unidos supieron reprobar). Como las reacciones destempladas. Que, en definitiva, degradan a los estadistas, poniéndolos a la altura de los demás. Y degradan aquello que parecía, o pretendía ser, determinante: la verdad en un mundo plagado de mentiras.

Ben Laden ríe a carcajadas desde su cueva o, quizá, desde su tumba. Su peor enemigo, el hijo del primer enemigo de Saddam, ha hecho el trabajo sucio, liberándolo de un competidor que, a diferencia de él, no anteponía la religión al poder. Más circunscrito a los cánones de Occidente, con un territorio definido y una presidencia amañada, gracias a los cuales, como otros tiranos, pudo negociar, y alardear su presumido rechazo a las armas, en otra cueva: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Llena de bribones al servicio del imperialismo, según ellos.

Por el petróleo, por la cruzada antiterrorista, por el agua, por las corporaciones o por las dudas, Bush ha triunfado. O, si se quiere, se ha salido con la suya. Liquidó al villano que sobrevivió a su padre. Y, sobre todo, a Clinton, paralizado de la cintura para abajo, durante su gobierno, por la coincidencia grotesca de las provocaciones de Saddam con las revelaciones de Lewisnky.

Más de una década después de la guerra anterior, levantadas las inspecciones de armas en Irak en 1998, el hijo de la encarnadura terrenal del Gran Satán vino a librarnos del mal. ¡Aleluya! Por más que nos haya librado de un tirano de repuesto, no del original, vivo, muerto, resucitado o reencarnado en Espartaco.

La guerra, como Afganistán y Kosovo, ya pasó, pues. Bush, alentado por los halcones que no soportaban las flaquezas de Clinton, supo imponer las nuevas reglas, determinando las amenazas, usando la fuerza e impartiendo justicia. A costa de una desgracia sin parangón que, antes de la voladura de las Torres Gemelas, era el apocalipsis de mentira hecho en Hollywood.

Ni el final de la Guerra Fría ha sido capaz de algo semejante. Un desafío geopolítico para el cual no se han convocado cumbres, como Yalta, ni se han repartido derechos y obligaciones. Nada: “Están con nosotros o están contra nosotros”. Y, agrego, guay de aquellos que están contra nosotros, por más que no tengamos tanta urgencia en sofocar el hambre y en contagiar la democracia en Corea del Norte (“El mayor proliferador singular de tecnología de misiles balísticos en la faz de la Tierra”, según el secretario de Defensa de los Estados Unidos, Donald Rumsfeld) como en Irak.

¿Por qué Irak? Porque la política energética de Bush depende de petróleo barato y, a su vez, de estimaciones de su gobierno de un paulatino aumento de las importaciones en los próximos 25 años, de modo de satisfacer la demanda doméstica, según una de las mil y una teorías conspirativas que circulan en las esquinas del Salón Oval. O, según otra, porque el petrodólar sería, o haría, historia si los países productores deciden transar con el euro. Es decir, con el petroeuro. Como hizo Saddam con las reservas de Irak a fines de 2000, ganando con la cotización, por encima de la cara imperturbable de Washington, casi un 20 por ciento.

Meras especulaciones, dirán. En 1990, durante la invasión a Kuwait por la cual estalló la Guerra del Golfo (la madre de todas las batallas), el barril alcanzó los 56 dólares. La mera posibilidad de que los países importadores echaran mano de sus reservas hizo bajar drásticamente el precio. Desde el año pasado, con la crisis de Venezuela en el medio, de 20 ha subido a 35. A ello ha contribuido, más allá del paro en la producción de crudo por los descalabros del gobierno de Chávez, el tira y afloja de Irak.

Bush, menos imperturbable que Washington, no ha hecho más que ir contra la corriente, declarando la guerra con un par de aliados, Blair y Aznar (Anzar, según su léxico florido), mientras trataba de demostrar los presuntos vínculos entre Saddam y Ben Laden, así como las pruebas del arsenal de armas químicas que, si existe, alegraría en primer término al jefe de los inspectores de las Naciones Unidas, Hans Blix, y quitaría un peso de encima del secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, cada vez más vago en sus alegatos.

El resultado, más allá de la guerra, del réquiem de Saddam y de la democracia en Irak, es, o hace, historia: la concepción del nuevo paradigma. Que Bush, legitimado dos años después de las polémicas elecciones en las cuales se alzó con la presidencia, pretende mantener, o preservar, hasta su reelección, en 2004, o hasta la muerte. La muerte de Ben Laden, no de él. O de todo aquello que, después de haber provocado la peor tragedia de la historia norteamericana, se ha convertido en la excusa de la salvación de un mundo en blanco y negro gobernado por canallas si “están contra nosotros” o por aliados si “están con nosotros”.

Desde 1945, frente a la amenaza del comunismo, los Estados Unidos ocuparon el sitio que quedó vacante por la declinación del imperio británico y, a causa de la Segunda Guerra Mundial, por el derrumbe de Europa. Eran una suerte de malla protectora frente a la presumible expansión del Ejército Rojo, equilibradas las armas nucleares e implantadas las doctrinas de seguridad nacional. De ahí, su anexión a la alianza atlántica (OTAN) y, a pesar de Hiroshima y Nagasaky, su respaldo a Japón.

El nuevo realismo, versión Bush, ha venido a reemplazar el manejo de la globalización, patente desde la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, por el control de la globalización. Como si de tomar un toro por las astas se tratara frente al delirio terrorista.

Antes, sin embargo, hubo una guerra con China, por el derribo de un avión espía norteamericano, y una insinuación de desprecio a los compromisos firmados, sellados y archivados, como el Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global, la Corte Penal Internacional y la Convención sobre Armas Biológicas.

En la última guerra cayó Saddam. Y, con él, o en forma coincidente, la gran estrategia liberal que labraron estadistas. Cultivada ahora por Blair y, victorioso en la liberación del islote Perejil de sus cuatro o cinco okupas marroquíes, por Anzar (perdón, Aznar) mientras, en las vísperas de después, las carcajadas del tipo que intentó matar a los Estados Unidos repican, invictas, desde su cueva o, quizá, desde su tumba.



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