Irak-contras




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El eje pasa por una respuesta política que supere la alternativa militar presentada por Bush como la única vía posible

BRUSELAS.– A juzgar por la calle, una guerra contra Irak sería injustificada. No por simpatía con Saddam Hussein, aclaremos, sino por los reparos que despierta la obsesión de George W. Bush y de Tony Blair de deshacerse de él. De ahí, las opiniones: casi el 60 por ciento de los británicos y más del 70 por ciento de los franceses creen que no tendría sentido, por más que sea avalada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y bendecida por el mismísimo Juan Pablo II. Ni los norteamericanos están de acuerdo con ella.

El Papa, por cierto, ha procurado frenar los ímpetus bélicos de Bush y de Blair. Así como Jacques Chirac y Gerhard Schröder, más unidos que nunca por la celebración del 40° aniversario de la reconciliación que sellaron Charles De Gaulle y Konrad Adenauer con el Tratado del Elíseo. Tan unidos están el presidente de Francia y el canciller de Alemania que hasta han propuesto una fórmula para renovar los cargos directivos de la Unión Europea.

Miga para la intromisión mientras el reloj de Bush y de Blair marca la hora señalada. A la cual se oponen Chirac y Schröder por una hipótesis de conflicto no develada: la presunta sociedad de Saddam con Osama ben Laden, nunca explícita, y el riesgo potencial que representa su arsenal de destrucción masiva, aparentemente controlado. ¿Por qué cargar contra él, se preguntan diplomáticos de Francia y de Alemania, y no contra el tirano de Corea del Norte, King Jong-Il, más peligroso, desafiante y, a la vez, pernicioso para su gente?

La doble vara del eje del mal, en el cual Irán goza por ahora de un plausible anonimato, ha enervado a los europeos. Al punto de ver en Bush, más que en un díscolo como Blair, a un ser impiadoso e impetuoso que arremete contra todo, y contra todos, con tal de lograr su objetivo, según definieron los diplomáticos con tono poco diplomático. En especial, desde que el vicepresidente Dick Cheney reveló el año pasado, a puertas cerradas, la trama secreta de la operación: precipitar la caída de Saddam, más allá de que posea las armas que buscan los inspectores de la ONU o no.

Sobre el derecho, los políticos se manejan con gran autonomía. Y, mientras tanto, las pruebas de la existencia de las armas que exige Bush a coro con Blair no han aparecido en forma contundente. Como detonantes de la guerra, dicen. Sólo hay sospechas de que están ocultas en alguna parte. Bajo la arena, tal vez.

Razón por la cual los muchachos de Hans Blix, el jefe de los inspectores de la ONU, piden tiempo: hallaron indicios de que Irak importó material vinculado con armas, violando las prohibiciones del Consejo de Seguridad, pero el contrabando como tal no refleja, ni augura, un arsenal de las proporciones que estiman Bush y Blair. Ni una ligazón evidente con el terrorismo, por más que Saddam no sea digno de confianza ni para el panadero de la otra cuadra.

Irritados por el apuro de Bush y de Blair, Chirac y Schröder han decidido cambiar de tema. O promover el rediseño continental, creando una presidencia bicéfala para la Unión Europea, ante la ansiedad de los otros de cargar contra Irak, como contra Afganistán, en respuesta a una causa divorciada, en la superficie, de la guerra: la lucha contra el terrorismo.

Socios en todo, ambos han desviado la atención, y la tensión, de Europa, relativizando hasta el pedido de Bush a la alianza atlántica (OTAN) de proteger a Turquía en caso de que, una vez declarada la guerra, haya una respuesta de Irak sobre sus costas. En el cuartel general de Bruselas reinó el desconcierto: el propio interesado no había pensado en ello ni había planificado defensa alguna.

Sólo se trató de una maniobra de persuasión con tal de mantener la llama de un fuego que rechazan ocho de cada 10 turcos. O de persistir en él mientras la ampliación de la Unión Europea, de 15 a 25 miembros en 2004, requiere, a los ojos de Chirac y de Schröder, un presidente del Consejo con un mandato de dos años y medio, a diferencia de los seis meses actuales, y un presidente de la Comisión (el órgano ejecutivo), elegido por el Parlamento. Lo cual representaría una presidencia bicéfala.

O, acaso, un tiro por elevación con tal de entablar negociaciones y pactos en los cuales estarán involucrados tanto José María Aznar, el presidente español, como Blair, posibles candidatos a alguno de los cargos una vez que, terminados sus mandatos, se queden sin trabajo.

Un fantasma, sin embargo, recorre Europa, los Estados Unidos y alrededores: la desconfianza. Sobre todo, en los políticos. En jaque frente a una aprobación popular que, con crisis o sin ella, no crece en forma proporcional con los resultados electorales. A Bush, por ejemplo, le sonrieron los votos en noviembre del año pasado, pero no por ello pudo despojarse del latre de la corrupción que tendieron los quebrantos de Enron y de otras compañías.

Otro escándalo corporativo quiso ser. ¿Lo fue? No afectó a un gobierno en particular, sino, en términos generales, al capitalismo norteamericano. Ergo, al capitalismo a secas. Sistema arraigado por el cual los empresarios producían y, al mismo tiempo, se endeudaban, exponiendo sus balances en Wall Street. Eso cambió, empero. En la bisagra de los 80 a los 90 apareció el Nasdaq.

Indice a futuro, librado a suerte o verdad, por el cual los capitales contantes y sonantes empezaron a ser algo así como apuestas. Tan firmes que desencadenan, o frenan, el consumo de un tercio de la población de los Estados Unidos.

No podía rodar por el empedrado. Pero rodó. Como rodó la confianza, dramáticamente trasladada a los políticos. Que sellan la paz o dictan la guerra. Bush, recuperado de inmediato, subió la apuesta. No del Nasdaq, precisamente. Y moderados como Colin Powell cambiaron el discurso, tensándolo. Lo hicieron más agresivo y más punzante, soslayando las sensibilidades, y las prioridades, ajenas.

O sus proyectos, anteponiendo el interés nacional a una visión cada vez más indiscreta de la aldea global: Europa no está armada, América latina no cuenta y África queda cada vez más lejos. Presupuesto de la guerra contra Irak, pues. ¿De qué guerra hablamos?, se preguntan entonces los diplomáticos franceses y alemanes mientras, a tono con la calle, honran a De Gaulle y Adenauer, y agradecen los servicios prestados por los Estados Unidos. Ayer, o anteayer, no hace un rato.



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