Cuesta abajo en la rodada




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Pudo con los partidos tradicionales de Venezuela, pero, después, no pudo consigo mismo ni con el yugo de su palabra

Tez oscura, sonrisa blanca, Chávez quiso marcar la diferencia desde el comienzo. Sin máscaras, a diferencia de Marcos, ni fusiles, a diferencia de Tirofijo. Con trajes de corte italiano, como el último Fidel, y discursos de tono agresivo, como el primer Fujimori, atribuyendo a factores tan superficiales, y triviales, como su aspecto mestizo y su origen periférico las causas del rechazo de la oposición venezolana. Tan mestizo y periférico, quizá, como Toledo, su posterior par peruano, pero, a diferencia de él, sin formación en Stanford ni entrenamiento en el Banco Mundial, sino en los cuarteles.

Vozarrón en cuello, ceño fruncido, ese Chávez, el outsider mediático, con programas de radio y de televisión propios, así como un periódico, era un paracaidista en el balcón de Miraflores. El balcón del pueblo, como supo llamarlo, que, cual nariz, hizo construir Carlos Andrés Pérez para su amante, según él. Un símbolo de la corrupción en América latina, recurrente la confusión entre la propiedad estatal y la propiedad privada. Y un símbolo de la corrupción en Venezuela, recurrente la alternancia en el gobierno entre la Acción Democrática (AD) y el Copei, los dos partidos tradicionales, en cuatro décadas.

Con ellos pudo Chávez, pero, después, no ha podido consigo mismo ni con el yugo de su palabra. Y, en especial, con la imagen de golpista de la que, a pesar de que la formación militar en Venezuela no sea igual que en la Argentina, en Uruguay o en Chile, no pudo deshacerse. Así como no pudo deshacerse de su deuda de gratitud con Fidel, por haberlo recibido en La Habana tras la purga de dos años y dos meses en prisión por el intento de derrocar a Pérez, ni de sus flirteos con Saddam y con Khadafi. Malos muchachos, todos ellos, para los Estados Unidos.

Razón de la indiferencia, o de la omisión, en el breve interinato de Pedro Carmona en Miraflores, durante el golpe, y el contragolpe, de abril. Y razón, ahora, del cambio súbito de actitud, adhiriendo a la Carta Democrática de la Organización de los Estados Americanos (OEA) después de haber suscripto el reclamo de elecciones de la oposición. En pie de protesta. Por más que por sí misma, más allá de la expulsión de Chávez o de su renuncia forzada, aporte confusión a la confusión.

O, acaso, la virtual repetición, con actores diferentes en su aspecto y en su esencia, del retiro anticipado de otros presidentes latinoamericanos. Entre ellos, De la Rúa, convalidando el cacerolazo, reflejo de la convulsión política, social y económica, como alternativa democrática. O resorte constitucional. Que saltó, dejándolo todo al borde del precipicio.

Precipicio que, con tic-tac de bomba de tiempo, orilla Chávez, renuente a ceder frente a una encrucijada que echa por tierra, como el magro resultado de su gestión revolucionaria, la posibilidad de que reencarne a algunos de sus ídolos, empezando por Bolívar. Y que, terminando con el Che, van más allá de los sucesos de Caracas.

Opacada la izquierda con la cual comulga, menos pragmático que Lula en Brasil y que Gutiérrez en Ecuador, por los zigzags entre la ortodoxia antidemocrática de Fidel, los delirios narcoterroristas de Tirofijo y las presiones petroleras de Saddam. Es parte del folklore latinoamericano, en el cual un socialista como Lagos apuesta títulos de la deuda en Wall Street con tal de ver cómo va Chile en los mercados, un militar golpista como él promete no despegarse de la dolarización en Ecuador, otro militar golpista pretende ser presidente de Paraguay y un conservador como Fox quiebra, pero no rompe, su relación con George W. Bush.

Opacado, también, el papel de Bush. Si interviene, corre el riesgo de ser entremetido; si no, corre el riesgo de ser indiferente. Sin tomar una posición ni la otra, su presencia en la región, salvo en los rescates financieros de Brasil y de Uruguay, y en el Plan Colombia, no va más allá de las negociaciones remotas del Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y de la búsqueda de comprensión, y de avales, para sus cruzadas bélicas. Que sólo ha reportado un ola creciente de antinorteamericanismo. Por más que haya dicho durante su campaña electoral: “Aquellos que ignoran a América latina no entienden completamente a los Estados Unidos”.

Si cada país, como cada casa, es un mundo, Venezuela, por sí mismo, es otro mundo: abastece a los Estados Unidos tanto petróleo como Arabia Saudita (el 13 por ciento de lo que consume) y, asimismo, tiene en ese territorio, habitualmente vedado para las inversiones latinoamericanas, más de 14.000 estaciones de servicio Citgo. Pero tiene, a su vez, una legión enorme de pobres. Con demandas insatisfechas desde antes de que Chávez fuera Chávez. Que Chávez, vulnerando libertades con una prédica capaz de sembrar escozor tanto por el tono como por el contenido, tampoco ha podido atenuar.

Obnubilado con reformas constitucionales con tal de ser eterno como Fidel, no pudo doblegar ni su imagen de populista, o de demagogo, frente a una clase media que, igual que la baja, igual que la alta, pasó de la resistencia al planteo con tal de volver a la normalidad. Normalidad que, convengamos, tampoco ofrece garantías, salvo para tranquilidad de Bush, por el perfil de los eventuales sucesores.

El quid de la cuestión, más allá de Chávez, es la prédica: contra la apertura y contra la globalización. El mundo que conocemos y que, después de una década, incorporamos como propio. Prédica en discusión en toda la región que, sin embargo, no alcanza a inclinar la balanza hacia él, peleado con empresarios, obispos, periodistas y espejos.

Lula trató de tomar distancia del triángulo imaginario que, por su orientación izquierdista y por su pasado sindicalista, tendieron sus adversarios con Chávez y con Castro con tal de desprestigiarlo. Amigos hasta ahí, dejó entrever, soslayando agendas comunes o alianzas estratégicas. Un suicidio en medio de las negociaciones de Brasil con el Fondo Monetario.

O una locura, por más que, en su diagnóstico sobre el rumbo de América latina, Chávez haya acertado en algo: el fracaso de las políticas aplicadas como consecuencia de las reformas de la economía y, con él, del Consenso de Washington. Con la Argentina a la cabeza, degradada de granero del mundo a territorio comanche. Como tantos otros países en América latina.

Sobre los cuales ni los organismos financieros, ni los Estados Unidos asumen su cuota de responsabilidad, o de irresponsabilidad, por haber permitido contraer deudas que reprochan ahora a gobiernos, o políticos, que, después, han tildado de corruptos por aquilatar fondos en cuentas bancarias suizas. Otra debilidad regional, como la siesta heredada de España.

Y, en el fondo, así como en el Fondo, la incertidumbre al despertar. Sin Chávez en irremediable busca de otro Chávez. Con una ventaja para Bush a pesar sí mismo: el atractivo escaso de los líderes antinorteamericanos. ¿Ben Laden? ¡No! ¿Saddam? Menos. ¿Arafat? Fue. ¿Fidel? Candidato al museo. ¿Marcos? Perdió crédito hasta en Chiapas. ¿Lula? Joya, nunca presidente. Por ahora.



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