Confesiones de invierno




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A diferencia de Saddam, el régimen de Kim Jong-Il se ufana de la fabricación de armas nucleares y de su posible uso

SEÚL, Corea del Sur.– En el primer cuadro, un lugarteniente dice a Saddam Hussein: “Hemos ocultado nuestros misiles”. En el segundo, alzando la mano, dice: “Hemos ocultado nuestros materiales nucleares”. En el tercero, bajando la mano, dice: “Hemos ocultado nuestros agentes químicos y biológicos”; recibe como respuesta: “Espléndido”. En el cuarto y último cuadro del cartoon de Steve Kelley, de The Times-Picayune, de Nueva Orleáns, reproducido por USA Today, el líder del régimen de Irak dice a uno de los inspectores de armas de las Naciones Unidas: “No tenemos nada que ocultar”.

Miente, pero, a la vez, no miente, convencido por su lugarteniente de que ya han ocultado todo y, por lo tanto, no tienen nada que ocultar. Nada por aquí, nada por allá. Y el resultado, cantado, da cero. Como cantado parece ser el resultado en sí de la misión de los inspectores, persuadidos del movimiento de tropas dispuesto por George W. Bush en resguardo de la confirmación de la madre de todas las sospechas: la existencia del presunto arsenal en los palacios de Bagdad. Oculto, también, en 1998.

Igual, o similar, argumento esperaba en octubre James Kelly, emisario de Bush a Pyongyang, Corea del Norte, ante la evidencia de la CIA, desde agosto, de la existencia de armas, y de fórmulas, de temer. Un lugarteniente del régimen de Kim Jong-Il no dejó ni medio milímetro de margen para la duda: “Sí, hemos trabajado en secreto para fabricar bombas atómicas”, espetó.

Tanta sinceridad contrastó con el rostro de Kelly, demudado mientras el lugarteniente de Kim continuaba, ufano, con otra revelación escueta, pero aterradora: la posibilidad de que tengan, además, armas aún más potentes. Es decir, químicas y biológicas. Nada que ocultar, pero a la inversa del cartoon de  Saddam. Y que, a pesar de ello, o por ello, rechacen en forma terminante la presencia de inspectores de las Naciones Unidas, como en Bagdad.

Por más que Corea del Norte comparta con Irak y con Irán el beneficio dudoso de encarnar el eje del mal. Por más que la mera admisión de la posesión de armas prohibidas signifique un factor de riesgo para la estabilidad regional, presumiblemente asegurada por la cercanía de China y de Japón, y por la influencia de Rusia. Por más que se trate de una violación descarada del pacto de suspensión de programas nucleares rubricado en 1994, llamado acuerdo marco.

Delicadezas al margen, como las dudas, Kelly volvió a Washington con una bomba. O, en realidad, con otra bomba. Impresionado por la ligereza con la cual la dictadura de Kim, uno de los últimos enclaves del comunismo más rancio, había manejado el asunto en coincidencia con el correlato de la campaña en Afganistán y del comienzo de la carga en Irak. No era momento de expandir la alarma, sin embargo, sino de atenuarla.

Otros temas requerían mayor atención. En especial, las elecciones de medio término en los Estados Unidos, en las cuales Bush legitimó su dureza, y las negociaciones en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con tal de voltear a Saddam, deslegitimadas por la resistencia inicial a aplicar la nueva doctrina norteamericana. Algo así como disparar y, después, preguntar.

Sereno en apariencia, el gobierno de Corea del Sur tomó con pinzas tanto la ligereza de Kim, considerado un stalinista de la peor calaña, como la actitud de Bush, considerado un aliado a la fuerza.

O, acaso, por la fuerza de la presencia, y de la preeminencia, de soldados norteamericanos, enrolados en los comandos de las Naciones Unidas, en el límite con Corea del Norte. El paradójico Paralelo 38. En el cual unos y otros, armados, se miran fijo, sin dirigirse la palabra, a menos de 10 metros de distancia.

O, acaso, por la fuerza de las elecciones presidenciales de Corea del Sur, previstas para el 19 de diciembre. En las cuales también inca el diente, y clava el ojo, Kim, expectante ante la eventualidad de que el sucesor de Yim Dae-Jung, premio Nobel de la Paz en 2000 por sus inentos de reconciliación, no sea tan amistoso, despachando alimentos y fomentando la inversión.

Razones para la diplomacia, más que para la represalia, aducen los gobiernos norteamericano y surcoreano con tal de evitar un escenario simultáneo con Irak. Otra guerra, en definitiva. Que, según convienen funcionarios gubernamentales de Seúl, derivaría en el reverso de la pretendida reunificación.

Razones para la represalia, más que para la diplomacia, aduce Kim. En un brete ante la decisión de Bush de suspender la asistencia de combustible en caso de que no desmantele sus proyectos, o sus afanes, armamentistas. No porque sean interpretados como una amenaza directa contra Corea del Sur, aunque campee la hipótesis en algunas carpetas del gobierno, sino porque podrían ir a parar a manos de terroristas.

Razones para la represalia, más que para la diplomacia, en Irak, precisamente. Que, a diferencia de Corea del Norte, carga con la cruz de la sospecha de haber contribuido, al menos con simpatía, a todo aquello que atentara contra los Estados Unidos, incluida la voladura de las Torres Gemelas.

El estándar doble, por el cual no todos los vértices del eje del mal reciben el mismo tratamiento, guarda relación con el peligro real para los Estados Unidos. O para su interés nacional. No para terceros en discordia, por más que sean sus aliados. De ahí que, más allá de las elecciones de diciembre, el gobierno de Corea del Sur procure echar paños fríos y forjar con Japón, China y Rusia una suerte de alianza con tal de aplacar los ánimos de Kim. Un llanero solitario que, según informes de inteligencia, habría tenido lazos, o intercambio de programas de uranio enriquecido, con el presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, eliminado de la lista de negra de Washington gracias a su respaldo a los bombardeos en Afganistán.

Victimario y víctima de sí mismo, enigmático, errático e imprevisible, Kim hace una apuesta de máxima con sus alardes de poderío bélico mientras su pueblo vive en la miseria. Y aprovecha el momento y la ubicación, de modo de encarrilar por la fuerza, o bajo presión, un pleito del cual pueda obtener rédito. Después, como Saddam, quizá no tenga nada que ocultar.



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