Hollywood en texano




Getting your Trinity Audio player ready...

En el aniversario de los atentados, Bush ha insistido en su cruzada contra Irak sin dejar espacio para la neutralidad

En la película Wag the dog! (Mentiras que matan, su extraña traducción), Conrad Brean (Robert de Niro), asesor de la Casa Blanca, contrata a un productor de Hollywood, Stanley Motss (Dustin Hoffman), con tal de inventar una guerra contra Albania y, de ese modo, aventar las sospechas del romance del presidente con una muchacha de la edad de su hija. Están a punto de ser ventiladas por The Washington Post, el diario del Watergate.

La sátira, adaptación más oportuna que atrapante del best-seller American hero (Héroe americano), de Larry Beinhart, recrea el abrazo fugaz de Bill Clinton con Monica Lewinsky, rescatado de los archivos de CNN y repetido, en su momento, como los impactos de los aviones contra las Torres Gemelas. Material de descarte, o descartado, que cobró de pronto inusitada importancia documental.

En su afán de justificar una guerra que no existe, Motss filma en su estudio la azarosa huida de una mujer de una ciudad en ruinas, acosada por las bombas. Pretende ser Tirana, la capital de Albania. La escena, en la cual aparece un gato como Socks (el preferido de Clinton) por pedido expreso del presidente ficticio, rebota como una pelota de ping-pong en los noticieros del país, atestiguando la miseria en la que está sumido el pueblo por culpa del dictador que rige sus destinos.

Casualidad al fin, el dictador es un tirano de baja estofa. Que, durante el escándalo Lewinsky, tenía la cara de piedra de Saddam Hussein, con los bigotazos de Stalin y la simpatía de Hitler, mientras recorría los canales  de televisión de los Estados Unidos, alternándose con el impeachment (juicio político) contra Clinton y con las sonrisas de los soldados que partían, optimistas, de la base Andrews rumbo al Golfo Pérsico.

Eran las vísperas de la confesión de Clinton. Del final de una mentira encapsulada, como el presunto arsenal de armas de destrucción masiva oculto en Bagdad, que iba a coincidir con los bombardeos contra el régimen de Saddam por su renuencia a aceptar la presencia de los inspecciones de la la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Las fórmulas, decían, ya habían sido transferidas a Libia y Sudán.

No en vano hubo una guerra en 1991. No en vano en donde hubo tolerancia cero campea la zona cero. No en vano George W. Bush, apunta en el nombre del padre contra Saddam, invocando las razones que guiaron a Clinton. Acrecentadas por la condición de villano que comparte con Osama ben Laden. Sobre todo, por el rechazo a los Estados Unidos, el odio a Israel y la hostilidad contra Arabia Saudita después de haber colaborado, ambos, en la lucha contra las fuerzas soviéticas.

Saddam es la paradoja del aliado que se ha vuelto en contra y que, cual valor agregado, camina sobre la segunda reserva petrolera más grande del mundo después de Arabia Saudita. Es, también, un misterio. Como su supuesto nexo con la banda Al-Qaeda. No probado, por más que algunos de sus elementos, en retirada de Afganistán, hayan hallado refugio en Irak. No probada, tampoco, su participación en los ataques con ántrax por correspondencia contra los Estados Unidos.

Tibios abstenerse, no obstante ello, según la doctrina Bush. Expuesta en la ONU. Ambito que duda, curiosamente, de una batalla frontal (están con nosotros o están contra nosotros) en beneficio de sus propias resoluciones. Quizá por cautela frente a esa necesidad imperiosa de los presidentes norteamericanos, en especial desde JFK, de justificar gastos de defensa ante un enemigo al acecho. El hombre de las mil caras: Fidel Castro, Manuel Noriega, el ayatollah Khomeini, Muammar Khadafy, Slobodan Milosevic, Ben Laden o Saddam.

Autores todos ellos de atrocidades, empezando por la sumisión de sus pueblos en desmedro de las libertades individuales y de los derechos humanos. Dignos de fugas de película, o de temores fundados, ante las sospechas de circunstancias menos triviales que la relación de un presidente con una becaria o menos dolorosas que la ira de otro presidente por los atentados en casa y la ineficacia en cazar al responsable. El ser más escurridizo de la Tierra, digo.

Mutado en Saddam, El Gran Satán auténtico. Ligado, en informes de inteligencia, con el grupo Ansar Al-Islam, proclamado Soldados de Dios, en cuyas filas militarían efectivos de Al-Qaeda entrenados en Afganistán. Informes alimentados por la minoría kurda secular de Irak, pronorteamericana, y por desertores del régimen. Que afirman, por ejemplo, que hay un campo de entrenamiento de terroristas árabes en Salman Pak, arrabal de Bagdad.

Imputaciones atadas con alambres, en realidad. De mayor peso, en el norteamericano medio, que la manía de Saddam de desarrollar armas de destrucción masiva y la excusa del respeto a los inspectores de la ONU. Considerada, desde 1993, una mole inútil enclavada en Manhattan. Entonces, mientras Boutros-Boutros Ghali era secretario general, el cadáver de un soldado norteamericano había sido arrastrado frente a las cámaras de televisión por las calles de Mogadiscio, Somalia, como réplica contra la Operación Devolver la Esperanza. Crimen imperdonable, revival de Vietnam, por el que ningún Boutros-Boutros Ghali, o Kofi Annan, iba a dirigir de nuevo tropas de los Estados Unidos.

Ojivas nucleares, o la posibilidad de su fabricación en Irak, desvelan a Bush. Obran en su poder los antecedentes del régimen. O el prontuario: lanzó misiles balísticos contra Arabia Saudita, Kuwait, Israel e Irán. Incluido, como Corea del Norte, en el eje del mal. Cualquiera de ellos, en principio, podría ensamblar en el futuro uno de esos cohetes que, a velocidad de rayo, acertaría en los Estados Unidos antes de que sea tendido el escudo antimisiles.

Otro motivo de desvelo de Bush, mentado antes de los atentados como una de sus prioridades. No suspendido, sino demorado por otros asuntos. Que corren por vías separadas, como los escándalos corporativos, comenzando por Enron. Más dañinos, en la faz doméstica, que las piruetas semánticas de Clinton para desembarazarse del acoso de Lewinsky, capítulo segundo de la saga iniciada por Paula Jones. Dos dramas clase B.

Insólitos, como el reto frente al cual ha quedado Bush. El presidente que, después de una larga disputa, se impuso en las elecciones con el margen de votos más escaso desde 1876. Y, sin embargo, libra una guerra contra un enemigo invisible. Capaz de inmolarse inmolando, como en Medio Oriente. Libra la legítima madre de todas las batallas, tal vez. A contrapelo de aquellos que no comulgan con el léxico hermético de buenos o malos. Vivos o muertos, en definitiva. Tan republicanos, o conservadores compasivos, como él, algunos. Entre ellos, el secretario de Estado, Colin Powell, héroe de Tormenta del Desierto, primera parte, pacifista de túnica blanca, como Gandhi, al lado de vicepresidente Dick Cheney y del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, partidarios de Tormenta del Desierto, segunda parte.

Número puesto, en teoría. Una fija. Como el 911, ganador de la lotería de Nueva York en el aniversario del 11 de septiembre (9/11, en inglés). La clave de las emergencias. Y del emergente. Un tirano de Tirana: “Nuestro enemigo es también nuestro salvador –escribió Giovanni Papini medio siglo antes de la voladura de las Torres Gemelas–. Debemos estar reconocidos a los enemigos. Sólo ellos ven claro y dicen sin fingimiento lo que hay de feo y de innoble en nosotros. Nos recuerdan nuestro verdadero ser; despiertan la conciencia de nuestra pobreza moral”. En Hollywood, al menos. The end.



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.