Cosecharás tu siembra




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Están todos de acuerdo con los diagnósticos, pero como sucede en las crisis económicas, las soluciones parecen panaceas

EN órbita desde 1977, las naves Voyager I y II portan varios mensajes. Alguno que otro, medio confuso. Ambiguo, en apariencia. «Amigos del espacio –dice uno de ellos–. ¿Cómo están? ¿Han comido ya? Si tienen tiempo, vengan a visitarnos.» Vengan, muchachos, pero, consejo sano, no olviden traer el sustento de los racionales: la vianda. En este cascote desprendido del Big Mac (perdón, del Big Bang) hay alimentos más que suficientes para todos, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), pero 18 de cada 100 terrícolas padecen hambre. Condición, o debilidad, tan humana como el miedo.

Definida, o resumida, en las estadísticas hechas al calor del asfalto de Manhattan como aquellos cuyos ingresos provienen de sus cultivos. Si no rinden, no pueden comprar alimentos producidos por otros, deducen. Baja la productividad agrícola, como consecuencia del deterioro del suelo, e invaden bosques, pastizales y humedades, provocando, por necesidad y urgencia, una mayor degradación del medio ambiente en forma proporcional con el incremento de la pobreza.

Así de fácil. Condición, o debilidad, humana, también: la simplificación. Propia de un planeta cubierto en un 70 por ciento de agua (salada en su mayoría) en el cual, curiosamente, la tercera parte (más de 2200 millones de personas, entre ellas muchos chicos) muere cada año, o sale de las estadísticas, por falta de agua potable, de saneamiento y de salubridad. En los países en desarrollo, sobre todo. Del norte de África y de Asia occidental, casi esquina América latina. La misma cantidad, más o menos, que no come como Dios manda.

Sálvese quien pueda, pues, más que salvemos el planeta. Consigna de la Cumbre de la Tierra, en Johannesburgo. Que viene a ser, en principio, la cosecha de la siembra. O de su primera edición, en Río de Janeiro, en 1992. Con un título tan ambiguo como el mensaje dirigido en 60 idiomas a los amigos del espacio: Conferencia de las Naciones Unidas (empezamos mal) sobre Medio Ambiente y Desarrollo (terminamos peor). Y una premisa no menos ambigua: sensibilizar al público sobre las necesidades y las urgencias.

Acuciantes en tanto continúe el despilfarro: tardamos 14,4 meses en reponer el consumo de 12 meses. Las señales de cambio, por más prédica que invierta la ONU, son tenues. Como brisas en donde, racionales al fin, debería soplar un vendaval. Sin entrar en dilemas absurdos con el progreso industrial ni en elogios exagerados de la globalización: 11.000 especies de animales y de plantas corren peligro de extinción.

En la Guerra Fría, la broma era una encuesta de la ONU: «Disculpe, ¿qué opina de la escasez de alimentos que afecta al mundo?» Pregunta que recibía reacciones dispares: en Europa occidental nadie entendía qué era «escasez», en Europa oriental nadie entendía qué era «qué opina», en África nadie entendía qué eran «alimentos», en los Estados Unidos nadie entendía qué era eso de «afecta al mundo» y en la Argentina nadie entendía qué era «disculpe».

Vencida la Guerra Fría, y la broma, la globalización ha sido asimilada como la decisión de los gobiernos de todo el orbe, y de toda laya, de liberar el comercio y los mercados de capital por medio de la privatización y de la desregulación de las actividades económicas y de los adelantos de la información y de la comunicación.

Bien. Todo más parejo. Más parecido, incluso. Desde las urgencias del medio ambiente hasta las necesidades de la economía. O viceversa. ¿Por qué, entonces, naciones de clase alta rescatan de crisis a naciones de clase media, como Brasil y Uruguay, y dejan a la deriva a otra nación de clase media, como la Argentina, sumida en una descomposición social y política capaz de arrasar con las vidas que, en teoría, la Cumbre de la Tierra pretende preservar? Por falta de modales, al parecer. O por no haber contemplado en las estadísticas el correlato, más que la culpa, de haber dilapidado las joyas de la abuela con el aval internacional correspondiente, cual certificado de calidad.

Indicio de una realidad pasmosa: la vieja guardia insiste en aplicar la misma receta para todo aquel que esté en apuros. Sea por el medio ambiente, sea por la economía. Como si no hubiera culturas, historias, geografías, fronteras, personas más que estadísticas. Como si la visión del mundo fuera igual en el Amazonas y en la Patagonia. Como si las soluciones fueran parejas y parecidas, sermoneando sobre presupuestos ordenados, estabilidades financieras e infraestructuras flamantes en vergeles (apañados, a veces) de corrupción, estafas, mentiras, desperdicios fiscales e inflaciones desmesuradas.

Advierte la ONU, al menos, que no todos han compartido los beneficios de la globalización: la tercera parte de la población mundial depende de la combustión de leña o de biomasa para cocinar y para procurarse calefacción y luz, blanco fijo de la contaminación del aire en interiores y, por ello, de severos problemas respiratorios. ¿Les mandamos un correo electrónico con técnicas modernas para dejar de fumar?

Calavera no chilla; ¿de qué se ríen las calaveras? La gente pobre de los países pobres y de los no tanto, más expuesta que ninguna a necesidades y urgencias, no ha dejado de ser pobre. No sabe, en algunos casos, que existe la era de la información y de la comunicación movida por la tecnología. Ni incorpora como posible el uso de conocimientos como eventual mejora de su calidad de vida. ¿Por qué? Rara vez las capas altas y medias de la sociedad vislumbran ventaja alguna. Es decir, las mismas políticas no han dado el mismo resultado en escenarios distintos.

Nada cambia, mientras tanto. Pero, al mismo tiempo, todo cambia: lluvias torrenciales han inundado Europa y Asia, matando cerca de 2000 personas (2000 menos en las estadísticas), y sequías pavorosas han agrietado los Estados Unidos, echando a perder los suelos. En el recalentamiento del planeta, más que en las locuras climáticas, radican las causas. Que, por más que estén en la esfera del medio ambiente, van ligadas a pautas económicas y, por cierto, políticas.

Inhibido, sin embargo, el Protocolo de Kyoto en la Cumbre de la Tierra, de modo de evitar roces entre los representantes de los Estados Unidos y de la Unión Europea, la prometida reducción de un 5,2 por ciento de las emisiones de gases con efecto invernadero hasta el período 2008-2012, sobre la base de las estadísticas de 1999, ha quedado en el limbo. Como la progresiva eliminación de los subsidios agrícolas, reclamada por el Sur ante un auditorio con oído de Beethoven y sensibilidad de esquimal.

A nivelar hacia abajo se ha dicho: los programas de planificación familiar, por ejemplo, contribuyen a evitar que el mundo esté superpoblado. Casi tanto como las tragedias (naturales y de las otras) y como las enfermedades infecciosas (sida, cólera y tuberculosis, entre ellas). Moraleja: mucha gente, o gente en exceso, degrada el medio ambiente. Seamos pocos, pero buenos. Los mejores. Hasta las mujeres pobres de los países pobres, con menos instrucción que las otras, han dejado de tener hijos a rolete, como antes. En Brasil, México, Egipto y la India, los índices de fertilidad, de cinco o seis hijos por familia, han bajado a la mitad. Eso, dicen, es fantástico.

Noción que tendrán de nosotros, seguramente, los amigos del espacio. «Esperamos que estén todos bien –dice otro mensaje de las Voyager–. Pensamos mucho en ustedes. Por favor, vengan a visitarnos en cuanto tengan tiempo.» Vengan, muchachos, pero, consejo sano, aterricen en la Argentina. Postal, o debilidad, de la humanidad.



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