Tumbas de la gloria




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La muerte de cinco norteamericanos en un atentado en Jerusalén ha enfurecido a Bush, que cada vez está más lejos de Europa

Jóvenes sin esperanzas terrenales, salvo que sus familias dispongan de una renta vitalicia, aceptan el reto como si fuera un empleo. El último de sus vidas: morir matando con tal de ser abrazados pronto, en ese paraíso prometido, por 70 vírgenes de pelo negro, intactos sólo sus genitales (protegidos con burdos papeles de diario) después de dejar estallar la ira, y la pólvora, en sitios o en transportes públicos. Repletos de israelíes, habitualmente.

Solían ser jóvenes devotos y solteros, nunca hijos únicos, ni padres de familia, ni mujeres, dispuestos a todo con tal de ser mártires de la causa. De la Jihad (Guerra Santa) que, según el Movimiento de Resistencia Islámica (Hamas), anidan en sus corazones. Como anidan, después de estudiar cada detalle del blanco en un video, la presunta esencia de la misión en sí: “No estamos luchando contra los judíos porque son judíos, sino porque ocupan nuestra tierra”, aducen.

Irracional metodología, o martirologio, contra la cual tanto Ariel Sharon como George W. Bush y los líderes de Europa han demostrado que no pueden. Y no pueden, en principio, porque, más allá de la superioridad militar, no existe justificación alguna para los ataques indiscriminados contra civiles, incluyendo niños. Lo mismo sucede del otro lado. Se supone, sin embargo, que un Estado, como Israel, no debería emprender acciones de corte terrorista, como Hamas.

Ojo por ojo, digamos. Capaz de sacar de quicio a Bush, furioso por el atentado de Hamas contra la Universidad Hebrea de Jerusalén en el que cinco de los siete muertos eran norteamericanos. Semilla de la réplica israelí, con más de 100 tanques en Nablús, Cisjordania, y en Rafá, Franja de Gaza. Otra ráfaga de asesinatos selectivos. En ellos caen terroristas, pero, al mismo tiempo, pagan las consecuencias familias vecinas que, a su vez, juran venganza con el mismo derecho que erige Sharon: la legítima defensa. Curioso derecho, esgrimido también por Yasser Arafat, en medio de un caos en el cual ni la humillación, después de haber estado confinado a punta de mira telescópica en Ramallah, ha surtido efecto.

Una de las premisas de Hamas es retroalimentar la violencia con sus crímenes abominables, de modo de plantear la alianza implícita de Sharon con Bush como una provocación entre los suyos, comenzando con los palestinos, merced a la reocupación militar de Cisjordania y de otros territorios. Pocos árabes, de hecho, recuerdan el 11 de septiembre como una tragedia de la humanidad; ni televisor tienen muchos de ellos, expuestos a pesares económicos, demoliciones de casas y deportaciones de parientes. La pobreza, atribuida a la explotación más que a la religión, viene a ser el caldo de cultivo del odio.

Odio que significa una cosa en los Estados Unidos, afines a Israel tanto por intereses económicos como por haber sufrido atentados terroristas de factura parecida, y que significa otra, diferente, en Europa, menos atada a grupos de presión judíos y menos pendiente, por ello, ante la posibilidad de recibir el mote de antiisraelí (o, peor aún, de antisemita) por no coincidir con la política de Sharon. Menos pendiente, también, ante cuestiones tan puntuales como los comicios de medio término, en noviembre, cruciales para Bush si pretende la reelección en 2004.

Zamarreo por el cual, a los ojos de los líderes de Europa, es tan reprobable la réplica de Sharon, considerada injustificable por tratarse de un Estado con un ejército regular, como la demencia de Hamas, considerada justificable en algunos círculos por tratarse de una suerte de reivindicación frente a la miseria en la cual viven sumidos los palestinos.

Loco todo, en realidad. Injustificable de cabo a rabo. Guiado por la pasión, no por la razón, frente a la intolerancia mutua. Fuera de borda, en principio, si padres de familia, como sucedió en los atentados contra las Torres Gemelas, pilotean los aviones. O si una palestina, Wafaa Idris, enrolada en las brigadas de mártires de Al Aqsa, perpetra el 27 de enero, en la calle Jaffa, corazón de Jerusalén, el primer ataque suicida con perfume de mujer: murió matando a un civil israelí e hiriendo a otros 131.

Un hermano de ella, Khalil, había estado en contacto con el coronel Toufiq Tirawi, una de las cabezas de la inteligencia de Arafat, según documentos incautados por el ejército israelí. Uno de los tantos con los cuales Sharon procura adjudicar autoría política, más que terrorista, a cada inmolación ajena y a cada funeral propio.

Sucesión de inmolaciones ajenas y de funerales propios que Bush, sacudido por voladuras en casa, se resiste a incorporar en su léxico del eje del mal. Cerrado con aviso en la represalia contra Irak, por el arsenal de armas químicas vedado a los inspectores de las Naciones Unidas en Bagdad, y en las víctimas civiles, injustificadas también, como correlato de la campaña contra la banda de Osama ben Laden en Afganistán.

Mucho, almirante; demasiado, brigadier. En una cruzada en la cual el equilibrio entre israelíes y palestinos, siempre delicado, ha terminado encajonado, como todos los acuerdos, partiendo en dos, aún más, un mundo que, en el fondo, no concibe que Bush, con su rudeza del Far West, sea el vocero del bien, o divino, en tanto sus decisiones favorezcan el interés nacional de los Estados Unidos. Es, para los árabes, el hijo de aquel que, con la Guerra del Golfo, selló la división cuasi cultural que iba a desembocar, en 1993, en el proceso de Oslo.

Tonificado Arafat, en ese momento, por la única obsesión que abriga desde que conducía la Organización para la Liberación de Palestina (OLP): perpetuarse en el poder, manejándolo todo. Más allá de haber invocado el olivo en una mano y el fusil en la otra mientras recibía el premio Nobel de la Paz. Lo cual habla por sí mismo de la transparencia de ese tipo de distinciones. Signadas, a veces, por la oportunidad, no por la virtud.

Supongamos, entonces, que Bush concreta su invasión a Irak y, como resultado de ella, consuma aquello que el padre no hizo: derrocar a Saddam Hussein. ¿Quién sería el próximo? Arafat, seguramente, preservado con vida por Sharon, incluso en cautiverio, a pesar de las pruebas que divulga sobre su virtual participación en los atentados terroristas contra Israel.

No tiene defensa ni atenuante, al parecer. Sobre todo, después del discurso en cual Bush trazó, el 24 de junio, su sesgo proisraelí y antipalestino en el conflicto, sorprendiendo una vez más a los líderes europeos con el trazo grueso de la cuestión. Sin reparar, quizás, en la brutalidad de los grupos supuestamente autónomos que encuentran su razón de ser en el terrorismo.

O en sus mártires, sacrificados en aras de una ruptura con la cual se benefician. Mentan de ese modo la piedad. Y ponen en aprietos a países que, por más que estén en la alianza atlántica (OTAN), no comulgan con el eje del mal, ni con la política israelí, ni con la cerrazón de Bush. Temerosos de que el interés nacional norteamericano entre por la puerta y vuele por la ventana, con la ventana y con la puerta hechas añicos, en medio de la raya trazada por la discriminación. En legítima defensa, como Hamas, de una legitimidad indefendible: morir matando, o matar muriendo, erigiendo tumbas de la gloria. Tan dudosas como los placeres divinos.



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