El dinosaurio todavía estaba allí




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Los mexicanos esperan que la bisagra de la historia que impuso la derrota del PRI, tras 71 años en el poder, se haga realidad

Al dinosaurio le han cambiado el nombre: unicornio, Mario Vargas Llosa; cocodrilo, Carlos Fuentes; dragón, otros; hipopótamo, otros; rinoceronte, otros. Un bestiario completo. O un zoológico. Pero el dinosaurio no es más que el dinosaurio. El dinosaurio de Augusto Monterroso. Y el cuento de él, uno de los más breves de la historia, dice: “Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. ¿Estaba todavía allí el dinosaurio, o el Partido Revolucionario Institucional (PRI), cuando México se despertó el 3 de julio de 2000, a la mañana siguiente de la victoria de Vicente Fox en las elecciones?

Seguro. El prinosaurio, o el prigobierno, todavía estaba allí. Difícil deshacerse de él en un santiamén. Sobre todo, después de 71 años en los cuales partido, gobierno y Estado, confundidos con los colores de la bandera, han sido una trilogía indivisible. La dictadura perfecta, según Vargas Llosa. Resguardo, a su vez, de los quiebres usuales de la democracia en América latina. Con un costo, sin embargo: el unicato como contraste del sistema.

Llegó Fox, entonces. La cara nueva. Que no provenía del riñón del partido tradicional. El Partido Acción Nacional (PAN), conservador. Sin pertenecer del todo. Con una estructura paralela, llamada los Amigos de Fox, por medio de la cual diseñó una estrategia de campaña orientada como una pirámide, de la base al vértice, sumando voluntades que, a su vez, sumaban voluntades. Y, más allá de las sospechas sobre el origen de los fondos, rompió el cristal.

En tiempo coincidente, no en fecha precisa, con el final de hegemonías de menor edad y de menor fuste. Más asociadas con personas que con partidos. Como Carlos Menem, en la Argentina, y Alberto Fujimori, en Perú. Desgastados, con una década de gestión sobre los hombros, por sospechas de corrupción y por afanes de reelección. Superados, como la alternancia de la Acción Democrática y el Copei en Venezuela, por la necesidad de un cambio.

Ostensible, en México, por la derrota del PRI, más que por el triunfo de Fox. Encargado de la transición. Compartida, en cierto modo, con el presidente Ernesto Zedillo, el primero, desde 1929, en eliminar el dedazo (designación a dedo del sucesor) y en garantizar la limpieza en las elecciones.

Muerto todo aquello, vivo el dinosaurio, The Washington Post evaluaba el 23 de junio con singular dureza: «Dos años después de su histórica elección, Vicente Fox preside una administración paralizada y contenciosa que no ha cumplido con las promesas de hacer de México un país más rico, más seguro, más educado y menos corrupto».

Sombras, a 19 meses de la toma de protesta (asunción), corroboradas por una pregunta clave: ¿qué cosas buenas ha traído al país el cambio de partido en la presidencia de la república? Nada, responde la mitad de la gente, el 51 por ciento en una encuesta publicada por el diario Reforma y el 47 por ciento en otra publicada por la revista Proceso. En la cual seis de cada 10 se mostraron parcial o totalmente decepcionados después de las expectativas despertadas por el comienzo de una nueva era. O, acaso, por el final de la vieja.

Incertidumbre, en un palabra, que excede los límites de México, redondeando de Chiapas a Tierra del Fuego el déficit social, o la falta de respuestas, como promotor de un desgaste mucho más acentuado que aquel que sufren los partidos vitalicios o los presidentes veteranos. Con un nuevo estigma, el 11 de septiembre, como eventual freno de toda asistencia de los Estados Unidos en otra materia que no sea seguridad.

Oro en polvo para el populismo, en algunos casos. O, cuándo no, para la demagogia, procurando convencer a la gente de que todo tiempo pasado ha sido mejor. Por más que la gracia del pasado sea la semilla de la desgracia del presente. En eso nos parecemos todos, cortados por la misma tijera desde la colonia. En eso y, curiosamente, en el corte transversal entre los partidos y la sociedad. Como si los políticos fueran de Marte y la gente fuera de Venus.

Sin cargada (respaldo oficial al candidato propio), ni acarreo (traslado de votantes), ni urnas embarazadas (rellenas con boletas marcadas), ni carrousel (vueltas alrededor de las casillas de votación con tal de influir en la gente), ni mapachería (robo de urnas), ni súbitas resurrecciones de los muertos, Fox se topa con el legado del PRI a cada paso. Hasta debajo del escritorio, sacudido, a veces, por una pluralidad de tal magnitud en su gabinete que debe enderezar la advertencia de su secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, sobre la argentinización de la economía (dilapidación de los bienes del Estado), con tal de no malograr sus indicadores en vísperas de viajar al Sur.

O, según ese léxico, de descender a los infiernos en una fecha especial: el 2 de julio, día de su cumpleaños (y de Menem). Día en el cual, asimismo, se casó en segunda nupcias con Martha Sahagún, en 2001, y derrotó al PRI, un año antes. Día que pasó en el Mercosur, no en casa.

Revuelta por la incomprensión: Fox piensa una cosa y la gente percibe otra. Cercado, de algún modo, por el Congreso, según dice. Y, también, por indicios de crecimiento nulo que atribuye a la causa menos natural del mundo: la globalización. La causa de casi todos los pesares de Fernando Henrique Cardoso, acosado por el efecto Lula en forma directamente proporcional con el alza del riesgo país. No es el caso de Fox.

La V, de Vicente, conmueve poco. El fenómeno, o el impacto, ha sido desplazado por la rareza de tiempos en los cuales un broker de Wall Street, desentendido del día a día de un país, tiene más poder de decisión que el mismísimo presidente y, con afán especulativo, puede influir en decisiones capaces de provocar un colapso. Con una ventaja para México: la cercanía con los Estados Unidos, razón de rescates y de tolerancias.

Por méritos propios, Fox habla de la lucha contra el narcotráfico, de la estabilidad en todos los órdenes y de la apertura de archivos secretos por los que un ex presidente, Luis Echeverría, emblema del PRI, debió declarar por primera vez en la historia como imputado a raíz de la guerra sucia desatada en el país entre los 60 y los 70. Por necedades ajenas, Fox habla de las trabas que halla en el Congreso, dominado por la oposición.

Vedados en forma absurda algunos de sus viajes: a los Estados Unidos y Canadá. Aprobado por consenso el 90 por ciento de sus proyectos. ¿Entonces? La transición, como suele llamar Fox a su gobierno, adeuda reformas estructurales, comenzando por el Estado. Que no ha podido resolver en 15 minutos, como iba a suceder con el conflicto de Chiapas.  Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.



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