Indulto al insulto




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El exabrupto de Batlle cosechó una mezcla de adhesión e indiferencia en lugar de provocar un replanteo sobre sus causas

Somos una manga de ladrones, del primero al último, según el presidente de Uruguay, Jorge Batlle. Somos una manga de incapaces, según el secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Paul O’Neill: “Han estado en problemas con intermitencias desde hace 70 años o más. No tienen una industria de exportaciones. Y les gusta. Nadie los obligó a ser lo que son”. Somos una manga de lamebotas yanquis, según el mandamás vitalicio de Cuba, Fidel Castro. Somos una manga de griegos y romanos desterrados, según Borges. Somos, al parecer, una manga de incorregibles; todos, no sólo los peronistas.

Estamos para el cachetazo. Somos, desde siempre, una manga de engreídos, según nuestros hermanos latinoamericanos. Dioses nos dicen, también, porque nadie nos puede ver. Algo habremos hecho. Desde creernos los mejores del mundo, por obra y gracia de la mano de Dios, hasta obstinarnos en el fracaso, por obra y gracia de aquella comparación vergonzosa entre el país que no tiene nada y hace todo, Japón, y el país que tiene todo y no hace nada, la Argentina. Nosotros, en definitiva.

Zarandeados, ahora, por la sinceridad despiadada de Batlle. Despojada de modales diplomáticos. De modales a secas, digo. Un exabrupto de tribuna visitante, segunda bandeja, debajo de la bandera. Que, lejos de promover un replanteo sobre el motivo, ha cosechado una rara mezcla de adhesión e indiferencia. Actitud habitual puertas adentro: honrar las críticas ajenas en lugar de asumir los errores propios. Correlato, tal vez, de aquella frase de los años de plomo mientras desaparecía el vecino: algo habrá hecho.

Es como si el mundo se hubiera confabulado contra nosotros. Y, más golpeados que un punching-bag como consecuencia de la crisis, no tenemos capacidad de reacción. De respuesta. No en contra de Batlle, de O’Neill o de Castro, sino a favor de nosotros mismos. De preguntarnos por qué nos tildan de ladrones, de incapaces y de lamebotas yanquis, entre otros elogios. Algo habremos hecho. ¿Qué?

En cinco meses, o cinco presidentes, el mundo ha transmitido un mensaje más vigoroso que los agravios: tanto tienes, tanto vales. ¿Tenemos nada, valemos nada? Es, más o menos, la prédica del Fondo Monetario Internacional (FMI), por más que la voluntad presunta de ayuda financiera choque desde la era De la Rúa con la voluntad escasa de ajustes internos. Antes soslayada. O aplaudida: “El ejemplo de la Argentina”, ponderaba, el 14 de enero de 1999, un editorial de The Washington Post, la última visita de Carlos Menem, como presidente de la República, a la Casa Blanca.

En apenas tres años, la opinión ha cambiado. O el mundo ha girado más rápido que nosotros, exaltados los ánimos por la ruptura del contrato social y de la seguridad jurídica con el mentado corralito. Al punto que The Wall Street Journal, en un editorial durísimo, rubricó con anticipación, el 23 de enero de 2002, el exabrupto de Batlle: “Es como si el gobierno apostara un funcionario en cada ventanilla de banco para asaltar a los depositantes que tratan de retirar dinero (…). Si la Argentina quiere seguir el camino de Haití, es su problema, aunque sea una tragedia para su población. Pero a menos que vuelva a respetar los derechos de propiedad y el imperio de la ley, merece ser tratada como cualquier otra república bananera”.

Insulto no gratuito. Ni inocente. Levadura de la decepción, en casa y fuera de ella, frente a una concepción errónea de la globalización: no era sólo reducir aranceles, privatizar compañías públicas, beneficiar multinacionales y establecer la paridad entre el peso y el dólar, fomentando el libre mercado en democracia. ¿Prescribió el FMI algún plan alternativo? Sólo austeridad mientras nos veíamos en un camarote del tren bala del Primer Mundo, pero íbamos en el vagón de cola. Y descarrilamos. ¿Somos una manga de incorregibles, entonces?

Fallamos. Y, con la confianza al ras del piso, dejamos de creer en nosotros mismos. Caímos en las generalizaciones: “Que se vayan todos”, grita la calle. Bien. ¿Quién apaga la luz? En las generalizaciones cayó también  Batlle, demasiado sincero, on the record (en el reportaje) u off the record (fuera de él), frente a la cámara del canal norteamericano Bloomberg: “A Duhalde yo no le puedo plantear nada, no tiene fuerza política, no tiene respaldo, no sabe a dónde va”.

Detuvo el pulso de Uruguay y de la Argentina, signado temporariamente por el Mundial de Fútbol (el Plan B, de Bielsa). E impuso una pausa, con lágrimas de apuro, en ambas márgenes del Río de la Plata. En su caso, el escándalo sofocó una protesta con cacerolas, insultos y proyectiles mientras inauguraba, el mismo lunes, un liceo. Culparon a los noticieros de televisión de la otra orilla, la nuestra, por los repudios contra los políticos. Por infundir el mal ejemplo, al parecer.

Revés de la misma trama, convengamos. Como si Batlle, después de retractarse, pensara que los argentinos somos honestos y que el gobierno de Duhalde tiene fuerza política, respaldo y sabe a dónde va. Como si la moción por la soberanía argentina de las Malvinas, presentada al unísono por el canciller uruguayo, Didier Opertti, en la asamblea de la Organización de los Estados Americanos (OEA), en Barbados, hubiera sido otra forma de redimirse. En vísperas del partido del viernes contra Inglaterra. Que, maldición, terminamos perdiendo.

Terminamos perdiendo todos, en realidad. Argentinos y uruguayos. Superado el incidente, mientras a Batlle se le piantaba un lagrimón frente a Duhalde, su gobierno estudiaba una eventual demanda contra los reporteros de Bloomberg, Martín Boerr y David Plumb, por haber difundido imágenes aparentemente vedadas. Es decir, off the record. Maten al cartero, pues. Pudo haber falta de ética, pero un presidente frente a una cámara con una lucecita roja encendida sabe que no está en la tribuna visitante, segunda bandeja, debajo de la bandera.

Lo peor vino después: casi la mitad de los argentinos suscribió sus palabras, según una encuesta. Virtual respuesta al hit de Shakira: ¿Dónde están los ladrones? Era impensable que el conflicto derivara en una ruptura de relaciones, o cosas así, con un país al cual nos unen lazos más sólidos que el Mercosur. Tan impensable, en otro contexto, como la aceptación de la crítica, o del insulto, cual mera observación.

Voz en cuello y gestos ampulosos, Batlle estuvo a tono con O’Neill y con Castro: no hizo más que marcar errores. Enojado por el daño que provocó en Uruguay la crisis: ha sido el único afectado. Razón, el magro contagio, de la demora de los organismos internacionales, empezando por el FMI, en conceder un salvavidas a la Argentina, dejándola a su merced, con el agua al cuello, hasta tanto cambie de rumbo, o de mentalidad, la misma dirigencia que rigió los destinos del país en el último cuarto de siglo.

Embarcada, a los ojos de la gente, en negociaciones entre caciques. De ahí, la indignación. Y de ahí, posiblemente, las aprobaciones súbitas, e insólitas, que suelen recibir las críticas del exterior, por más que no apunten contra sectores determinados, sino contra todos.

O contra todas las formas. Sin darnos cuenta, en principio, de que, más allá de nuestros errores, el mundo hace leña del árbol caído. Con causa aparente en algunos casos, como Batlle, por el efecto de la crisis en su país. Sin causa aparente en otros, como O’Neill y Castro, defensores de intereses sectoriales, uno, y del statu quo, el otro. Somos una manga de ladrones. Cierto. Nos robamos la ilusión.



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