Parados al final de sí mismos




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Cercados por dilemas externos, Arafat convoca a elecciones y Sharon aboga por la creación del Estado palestino

Todos nacemos llorando; después entendemos por qué. Llorando estaba un esclavo en la nave del rey. Era su primera vez en ella y en alta mar. Llorando estaba, pues, asustado por las olas, cerca, y por el horizonte, lejos. Sin otra tierra firme, bajo sus pies, que la cubierta, bamboleante. Permanecía en un rincón, acurrucado, temblando de miedo. Tanto temblaba que el sabio quiso aliviarlo. Ordenó entonces, con la venia real, que fuera arrojado al agua. Una y otra vez. Hasta que se calmara. Y, finalmente, se calmó.

No podía creerlo el rey, convencido de que la solución iba a ser aún más drástica e impiadosa: deshacerse del ejemplar de hombre que ni nadar sabía. Pero no. Lo vio descansando, sereno y exhausto a la vez. Llamó al sabio, curioso. De él obtuvo como respuesta: “Majestad, mientras el esclavo ignoraba los horrores de ahogarse, también ignoraba la seguridad de la nave. Ahora conoce ambas cosas y, por eso, está tranquilo”.

Moraleja de la fábula, escrita en el siglo XIII por Muslih ed din Saadi, persa. Pudo ser concebida, en realidad, ocho siglos después. En la era de Ariel Sharon y de Yasser Arafat, reyes y esclavos, en sus respectivas cubiertas, también  bamboleantes, de los horrores de ahogarse más que de la seguridad de la nave. Sobre todo, por los dilemas internos que deben enfrentar en medio de las aguas encrespadas de la intifada (sublevación palestina), segunda parte.

O de la versión renovada de aquello que, a finales de los 80, no contemplaba inmolaciones por la causa (palestina) ni bombardeos por el efecto (judío). El defecto, quizá, de las oportunidades perdidas por unos y otros. Sorprendidos desde el 11 de septiembre, como el rey frente al esclavo, por el paradigma del bien y del mal, instalado, e instaurado, por la línea dura del gobierno de George W. Bush.

En ella, Arafat, tildado de terrorista por su debilidad ante los grupos radicales, llevaba todas las de perder y Sharon, rehabilitado a medias en los Estados Unidos después de haber sido reprobado por las matanzas de Sabra y de Shatila en 1982, llevaba todas las de ganar. Pero pasó la raya. Y, por primera vez en años, volcó la opinión pública en contra de Israel. Por más que las razones de las represalias fueran las masacres en centros comerciales y en sitios públicos.

Con la ira, sin embargo, Sharon ha ido al otro extremo mientras en la faz doméstica, huérfano de apoyo de dos partidos religiosos, debe lidiar en el Likud, su propio partido, con el ex primer ministro Benjamín Netanyahu, reacio a la creación del Estado palestino.

Ironías del destino: Sharon, acusado de blando, terminó defendiendo el anhelo de Arafat, y Arafat, de gira después de haber estado confinado durante un mes en Ramallah, terminó convocando a elecciones, occidentalizando, en cierto modo, su discurso. ¿Entonces? Están parados al final de sí mismos, superados, a sus setentas largos, por una guerra no acallada y por negociaciones sin las cuales perderían voz y voto. En especial, en el exterior.

Rara consecuencia de la intifada: en la admisión de los errores radica la fuerza de Arafat; en la aceptación de la fuerza radica el error de Sharon. ¿Y Bush? Sabe, al menos, que no puede bombardear Irak, o liquidar el legado de su padre, si no resuelve el entuerto de Medio Oriente. Pero sabe, también, que su secretario de Estado, Colin Powell, general de cuatro estrellas, no puede aplicar la diplomacia mientras suenen más altas las voces del vicepresidente Dick Cheney y del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, embarcados, desde antes de la voladura de las Torres Gemelas, en el unilateralismo como bandera.

Osadía, a contramano de la apertura exigida fronteras afuera, por la cual Bush se opuso al Tratado de Kyoto (para el control del calentamiento global), liquidó el Tratado de Misiles Antibalísticos con Rusia y retiró la firma para el Tribunal Criminal Internacional. Hechos, todos ellos, que no contribuyeron más que a forjar la leyenda del llanero solitario, erguido como líder por la desgracia después de haber sido un presidente por las dudas.

Semejante percepción, rechazada en casi todo el mundo, no satisface ni a sus potenciales votantes judíos en los Estados Unidos. Si de elecciones se trata, o de su reelección en 2004, sólo los conservadores cristianos, base moral de los republicanos, coincide con su falta de sutileza. O, en realidad, con su giro hacia la derecha desde la derecha. En el cual han prevalecido las licencias para Sharon. Para sus iras, en definitiva.

Un poco justificadas y un poco injustificadas desde el mismo jardín en el que Arafat e Yitzhak Rabin, asesinado después por un extremista israelí, se dieron la mano. Tiempos ha. Con los acuerdos de Oslo, en 1993, como broche de la primera intifada. Poco antes de que Netanyahu, favorito ahora en el Likud, impusiera la hipótesis que insiste en sostener: “Decir sí al Estado palestino es decir no al Estado judío y decir sí al Estado judío es decir no al Estado palestino”.

Zarpar, antes de anclar en el mar encrespado, no ha sido solución. Lo tenía claro Ehud Barak, antecesor de Sharon, mientras confiaba a Bill Clinton, en Camp David, que, después de su oferta máxima de compartir a Jerusalén como capital, iba a estallar el caos. Y estalló mientras Arafat regresaba a Gaza como un héroe y Sharon caminaba por la Explanada de las Mezquitas. Sin reparar, al filo de los 30 muertos iniciales, en las circunstancias, diferentes, y en el armamento en poder de Hamas, de la Jihad Islámica y de Hezbollah, entre otros, más dispuestos a usarlo que, como en la primera intifada, a arrojar piedras contra los tanques israelíes.

Ya no hubo Oslo ni Camp David capaz de frenar la violencia. Ni hubo respeto. La policía de Arafat, duplicada a pesar de los acuerdos, no ignoraba los horrores de ahogarse en los atentados. Por más que, desde la cúpula, fueran condenados. El ejército de Sharon, con helicópteros pertrechados con morteros lanzamisiles, mató terroristas, pero, en el polvorín, no perdonó civiles, incursionando hasta en campos de refugiados.

Al costado del camino han sido relegados los países árabes no comprendidos por el eje del mal de Bush, como Egipto, Jordania y Arabia Saudita. Seguros sus líderes, desde siempre, de que no hay noche que venza al amanecer. De ello estaba al tanto Cheney, pero recibió a Netanyahu el mismo día en que Powell procuraba convencer a Sharon del alto el fuego.

Otra interna dentro de las internas. De aquellos que respaldaron la campaña contra Al-Qaeda. Temerosos, no obstante ello, de que la ira de Sharon se convierta en una de romanos. O en una guerra global contra el Islam. Con cubiertas bamboleantes, reyes sorprendidos, esclavos asustados, sabios impotentes y moralejas en las cuales todos vivan llorando sin entender por qué.



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