Sufrir con lo nuestro




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La súbita caída de Chávez demuestra la fragilidad de la democracia en la región, librada a su suerte por Bush

Contra dos amenazas contagiosas han procurado vacunarse los Estados Unidos desde la recuperación de la democracia en América latina: la derecha, cuando es diestra, y la izquierda, cuando es siniestra. No contaban con la astucia de Hugo Chávez, empero: un militar de penacho rebelde (ergo, diestro) que iba a terminar enarbolando afanes setentistas (ergo, siniestros). Vil populismo, de derecha o de izquierda, en una banana republic. No en Venezuela, el cuarto exportador de petróleo del mundo, más allá de sus abismos sociales.

Entre derecha o izquierda, diestra o siniestra, no discriminó George Tenet, director de la CIA, mientras exponía ante la Comisión de Inteligencia del Senado, el 6 de febrero, la creciente, y alarmante, volatilidad de la región. Sobre todo, en la Argentina, en Colombia y en Venezuela. ¡Bingo! Acertó en los tres casos, trazando, de ese modo, el eje del mal latinoamericano. Del mal ejemplo, agrego.

Librado a su suerte por el gobierno de George W. Bush, preocupado por el aumento del precio del petróleo. En los países árabes, comenzando por Irak, y en las refinerías del patio trasero. Momentáneamente paralizadas hasta la caída de Chávez, en la madrugada del viernes, por la huelga de la plana mayor de la compañía estatal Petróleos de Venezuela (Pdvsa), abastecedora de crudo y de combustible de los Estados Unidos.

Fue la chispa que hizo volar el barril. Con tolerancia cero, esta vez, después de tres años y dos meses de coqueteos provocativos con Fidel Castro, Vladimiro Montesinos, los jerarcas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Saddam Hussein y Moammar Kadhafi. Abanico de derecha a izquierda, de diestra a siniestra, que ha contribuido a recrear el estigma del golpe de Estado.

Método con el cual Chávez intentó voltear a Carlos Andrés Pérez, el 4 de febrero de 1992, mientras comandaba el Batallón de Paracaidistas Coronel Antonio Nicolás Briceño, de Cuartel Páez, Maracay. Círculo perverso que, después de un cuarto de siglo en el freezer, viene validando miedos, y mañas, desde 1999 en América latina, empezando con el asesinato del vicepresidente paraguayo Luis María Argaña, continuando con los finales estrepitosos de los desgobiernos de Jamil Mahuad en Ecuador y de Alberto Fujimori en Perú, y terminando (¿terminando?) con el retiro cansino de Fernando de la Rúa en la Argentina. Coronado ahora, en Venezuela, con la salida precipitada de Chávez.

Otra pieza del derrumbe en cadena. O encadenado. Que refleja, en definitiva, la fragilidad de la democracia en América latina. Ilusión que sostiene el alma como las alas a un pájaro. Acechado, en vuelos cortos de perdiz, por vicios, o por virus, de corrupción, de impunidad, de autoritarismo, de nepotismo, de extravagancia, de improvisación y, en especial, de ignorancia. Supina, a veces.

Capaz de volverse contra los elegidos (no por Dios, sino por la gente) en ofertas poco atractivas para la clase media, supuesto motor del progreso, en las cuales prevalecen, últimamente, los menos malos, no los mejores. Por una razón: los mejores, en realidad, no existen. Mueren antes de nacer, subestimados. Son, acaso, técnicos del FMI o brokers de Wall Street que, formados a precio de costo en universidades latinoamericanas y reformados a precio de lista en universidades norteamericanas, advierten las amenazas contagiosas de la derecha, cuando es diestra, y de la izquierda, cuando es siniestra.

Afloran entonces los desencantos. Traducidos en protestas grotescas contra los políticos, como si vivieran en otra galaxia. No son otra cosa que reproches compartidos frente a la fenomenal incapacidad latinoamericana de prever los disparates antes de alentarlos. Chávez, con sus promesas demagógicas amparadas en el discurso bolivariano del cual se apropió, era uno de ellos.

Al punto que, con el suministro de petróleo a Cuba con precios preferenciales, la aprobación de 49 leyes de inspiración castrista y la manipulación de los directivos de Pdvsa, logró desencadenar las iras de empresarios, sindicalistas, eclesiásticos y militares. Juntos, en una conjunción que quebró el orden, o el desorden, constitucional al cual supo ponerle letra mientras el gobierno norteamericano, cuyos más altos funcionarios han hecho carrera en el negocio energético, miraba hacia otro lado, dejándolo ser. Madurar como una fruta. Por omisión. No por intervención, como en los años de plomo.

Cayó Chávez y, de inmediato, cayó el precio del barril a contramano de la voluntad de los socios de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). El gobierno de Venezuela, después del breve interinato de la cúpula militar, ha quedado en forma interina en manos de Pedro Carmona. De la patronal, digna de confianza en el exterior. Y colorín, colorado, otro dictador con fachada democrática, como Fujimori en su momento, ha sido liquidado.

Bush aprendió una lección de su padre: la recesión de comienzos de los 90, como consecuencia del aumento súbito del precio del barril, coincidió con la invasión de Irak a Kuwait y, a pesar de los laureles por haber ganado la Guerra del Golfo, impidió su reelección.

Una virtual disminución en la provisión de petróleo desde los países árabes, mientras arde Medio Oriente y Hussein cierra sus grifos, complica seriamente a los Estados Unidos, importador del 13 por ciento del crudo desde Venezuela.

No reparó Chávez en el 11 de septiembre. Fecha clave. Padre y madre de la justificación de las prioridades de Bush, más allá de su falta de sensibilidad hacia todo aquello que suceda fuera de Texas. Ni reparó, tampoco, en que hizo todos los méritos con tal de ser un mártir de sí mismo. De su ideario anticuado, de sus proyectos mesiánicos, de su léxico necrófilo y de sus amistades peligrosas. A la defensiva, siempre, como Castro frente a la causa de su supervivencia en el poder: el embargo comercial norteamericano.

Algo ha cambiado, convengamos: en comparación con la era de las dictaduras, los golpes de Estado no dejan de ser cruentos y espantosos, trátese del presidente que se trate, pero no preludian, como antes, gobiernos, o juntas, de militares con bigote y gesto adusto. Ni conjuras  contra las libertades individuales, represiones políticas y persecuciones ideológicas.

¿Vamos camino a ello, golpeando cacerolas y cuarteles? Sufrimos con lo nuestro. No despojados de la vaga presunción de que un caudillo, no político en lo posible, será algo así como un salvador. Diestro o siniestro. Preludio de otro golpe. Al corazón.



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