Demasiado tarde para lágrimas




Getting your Trinity Audio player ready...

La Unión Europea y los Estados Unidos debatieron quién daba menos para combatir la pobreza

MONTERREY, México.– Cierta vez, cuentan, un hombre de buen pasar llevó a su hijo a las afueras de la ciudad, de modo de mostrarle, y de demostrarle, cómo vivían los campesinos. Pasaron el día en casa de una familia humilde. Y el chico, maravillado, advirtió que los pobres eran, en realidad, millonarios. En tiempo compartido en lugar de agendas completas, en lagunas en lugar de piscinas, en estrellas en lugar de faroles y en horizonte en lugar de paredones. En tantas cosas que la lección terminó siendo para el padre, agradecido, y sorprendido, por su propia riqueza. Que, hasta ese momento, consideraba algo natural.

Tan natural, quizá, como la desigualdad en un mundo que, obligado por las circunstancias, debió organizar una cumbre presidencial de nombre pomposo, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Financiación para el Desarrollo, con tal de que los dos grandes bloques, la Unión Europa y los Estados Unidos, debatieran quién da menos asistencia a los países pobres después de haberla reducido en casi la quinta parte durante dos décadas.

Entre tironeos, George W. Bush prometió 5000 millones de dólares, en tres años, sobre los 10.000 millones que otorga. Entre tironeos, también, la Unión Europea, representada por José María Aznar, prometió aumentar su cuota del 0,33 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI) al 0,39. Y, entre tironeos, prometieron, ambos, una virtual apertura de sus mercados al Tercer Mundo. En un momento poco propicio. De aumento del proteccionismo y de disminución de los precios agrícolas.

A los pobres les faltan muchas cosas; a los ricos, más. Como la virtud de dar sin esperar recompensa. Una utopía, quizás. O, en definitiva, el espíritu del Objetivo de Desarrollo del Milenio, impulsado por el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, con tal de evitar que unos deban pedir limosna a los otros. Sin condiciones, en principio. Como las reformas económicas y políticas planteadas por Bush, en la cumbre, como requisito indispensable para recibir ayuda.

Extendidas a la Argentina, más allá de sus cheques sin fondos, como el caso líder de un país de ingresos medios, ni rico, ni pobre, que, atormentado por un default económico, político e institucional, no puede levantar cabeza por sí mismo. Y, como un chico travieso, recibe sermones después de haber sido alentado a la travesura. Cual escarmiento internacional, y público, ante la posibilidad de que algún otro ose descarriarse.

Demasiado tarde para lágrimas. Como demasiado y tarde, las palabras más tristes del idioma, han sido las discusiones frente a un documento, el Consenso de Monterrey, que estaba firmado, sellado y archivado de antemano. Con renuencia a las cuotas, de parte de Bush, con tal de inculcar, puertas afuera, la movilización de los recursos, el desarrollo del comercio exterior, el refuerzo de la cooperación técnica, la eventual reducción de la deuda externa y la uniformidad de los sistemas monetarios y financieros.

Ejes sobre los cuales el liberalismo, como sistema, sienta sus reales sin oposición. Al igual que la democracia, el Estado de derecho y las reformas estructurales (ergo, privatizaciones y oportunidades de inversión). Nada gratis mientras tanto países pobres como medios, América latina en su conjunto, se ven perjudicados por los subsidios. Que, curiosamente, Bush ha criticado en Monterrey.

En palabras del presidente de Chile, Ricardo Lagos: la mayoría pretende prosperar con exportaciones, no con asistencia. Y ahí, frente a las barreras comerciales, comienza el dilema. Que planteó, también, su par Eduardo Duhalde mientras, en su discurso, apelaba a la comprensión y la colaboración de la comunidad internacional con tal de paliar la crisis argentina: no pidió compasión, sino el fin del proteccionismo.

Sin barreras comerciales, los países en desarrollo ganarían mucho más y, en verdad, muchos de ellos no necesitarían ayuda. Pero los países ricos perderían poder, subordinando el Estado al mercado. Como, paradójicamente, pregonan. En contradicción, por ejemplo, con los aranceles a las importaciones de acero de los Estados Unidos mientras Bush ha proclamado la supresión de las barreras comerciales. Fuente de mayor desigualdad.

El documento suscripto finalmente, redactado el 25 de enero en Washington, prevé la reducción de la pobreza en un 50 por ciento hacia el año 2015. Con la Cumbre del Milenio como valuarte de un mundo mejor. Que iba a vivir, un año después, el reto que representa la irrupción del terrorismo como amenaza. Y como fundamento, asimismo, de un incremento sideral en defensa.

En defensa propia. Como la partida súbita de Fidel Castro, después de haber anunciado sobre la hora su presencia en la cumbre, casi en coincidencia con el arribo de Bush, de modo de no cruzarse. Ni de respirar el mismo aire. Ya había hecho su show, vitoreado por representantes de organismos no gubernamentales y del movimiento globalifóbico. O globacrítico, versión mexicana. Ya había tildado de genocidio el hambre en el mundo y de sistema de saqueo y de explotación el nuevo orden económico.

Ya había intentado persuadir indecisos sobre la votación por el respeto, o la falta de respeto, a los derechos humanos en Cuba, en abril, en la Naciones Unidas, sucursal Ginebra. Ya había provocado revuelo, enfundado su uniforme verde oliva, sobreviviente de una especie en vías de extinción.

Y, con su retorno al remitente el mismo día, ya había evitado que Bush, embarcado en una gira por México, Perú y El Salvador en busca del voto latino para las elecciones de medio término en los Estados Unidos, quedara mal parado frente al exilio cubano. Vital después de la paridad entre republicanos y demócratas en las presidenciales de noviembre de 2000, indefinidas hasta el final de un proceso largo, como esperanza de pobre, que llegó a la Corte Suprema. Instancia impensable.

Como impensable para Vicente Fox, el anfitrión de la cumbre, ha sido la acusación del presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba, Ricardo Alarcón, de haber precipitado su partida con tal de no perjudicar a Bush. Impensable e insólita desde el momento en que Castro, como jefe de Estado, tenía todo el derecho del mundo de quedarse hasta los postres. Pero no. Voló. Fiel, tal vez, al sueño de Picasso: tener mucho dinero para vivir como los pobres.

Que, sin hallar soluciones de fondo en Monterrey, han obtenido recursos adicionales hacia una meta que, en verdad, data del Consenso de Washington. Es decir, de 1969. Sin la prerrogativa, entonces, en un mundo bipolar ni de abrazar el liberalismo como única alternativa si no pretendían descarrilar, o descarriarse, como consecuencia de un fenómeno desconocido entonces. La globalización.

Capaz de disimular las diferencias. Y de sorprender al chico, ahora, con las ventajas comparativas de las agendas completas en lugar del tiempo compartido, las piscinas en lugar de las lagunas, los faroles en lugar de las estrellas y los paredones en lugar del horizonte.



Be the first to comment

Enlaces y comentarios

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.