Todos para uno, uno para todos




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La represalia entró en una inflexión en la cual todo el que critique los métodos corre riesgo de ser tildado de aliado de Ben Laden

LONDRES.– Vamos a terminar dándole la razón a Marx: “La religión es el opio de los pueblos”. O, tal vez, adaptándolo a las circunstancias: “El opio es la religión de los pueblos”. Del opio, o del narcotráfico en general, han vivido los pueblos, o los polos, de Afganistán. Los buenos y los malos. Es decir, la Alianza del Norte y el régimen talibán, respectivamente. Buenos por conveniencia, unos; malos por demencia, los otros.

Eran todos malos, en realidad, hasta que la necesidad tuvo cara de hereje: las tragedias del 11 de septiembre precipitaron el alineamiento de los Estados Unidos, Gran Bretaña y compañía con el único clan capaz de pisar firme, cual todo terreno, en las caprichosas arenas movedizas, y minadas, de un país en ruinas, escarpado, estancado, dejado a la buena de Dios.

País que, de un lado y del otro, supo suplir sus magras exportaciones de bienes por el tráfico de opio y de heroína. Con la aprobación, o la omisión, de los servicios de inteligencia de Occidente. Sobre todo, en un momento clave: la guerra contra los rusos.

¿Son realmente buenos los buenos y malos los malos? La Alianza del Norte, guiada por el odio contra los talibanes, enfrentaba el síndrome del colapso poco antes de extorsionar a la coalición multinacional, herida por la indignación de los atentados, con tal de cumplir con el pedido de George W. Bush y de Tony Blair de despejarles el camino mientras los bombardeos iban a abrirles el sendero hacia la ritual toma del poder.

Un trato ventajoso, como si se tratara de un pacto con el diablo, en el cual no primó el origen de Osama ben Laden: la CIA. Ni primó el presupuesto de los monstruos que Occidente ha concebido. En su momento, mientras pudo, la Alianza del Norte cometió brutalidades que daban por sentado que no era peor, ni mejor, que los talibanes en el récord de violación de los derechos humanos. Valor, o virtud, que Bush y Blair procuran difundir, en principio, con tanto énfasis como la democracia y el libre comercio.

Nada se olvida más despacio que una ofensa ni más rápido que un favor. Tanto la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como las agencias de seguridad de los Estados Unidos han constatado in situ, entre 1999 y 2000, que los talibanes redujeron la producción de opio con tal de ganarse la confianza de la comunidad internacional. No son buenos muchachos por ello. Tampoco los otros, la Alianza del Norte, creados por los rusos y nutridos por los iraníes: aprovecharon la escasez para incrementar el precio y, de paso, sus dividendos.

Pocos afganos, en especial pashtunes, olvidan que la invasión rusa significó la muerte de más de un millón de ellos entre 1979 y 1989. En la verba punzante de Margaret Thatcher, la ecuación no cerró con Galtieri: “Es bueno conocer a tu enemigo porque alguna vez puede convertirse en tu amigo”. Cerró con Pinochet, nunca considerado enemigo.

Tu amigo, en este caso, ha cobijado bajo el ala a uno de los tres grupos terroristas que Bush mencionó en el Capitolio después de los atentados: el Movimiento Islámico de Uzbekistán, deshidratado ahora en el Partido Islámico de Turquestán. Nido de terroristas, sólo opuesto a los talibanes por falta de simpatía y de fondos de Ben Laden, que fomentó cuantas insurrecciones pudo.

Es desagradable caerle bien a la gente que te cae mal. Así como es desagradable, y políticamente correcta a la vez, la encrucijada en la cual ha caído el mundo civilizado, o el McWorld, desde que las Torres Gemelas mordieron el polvo y miles de inocentes perecieron bajo sus escombros: el rechazo a la represalia contra Afganistán implica complicidad con Ben Laden y los talibanes.

¿Teoría reduccionista o conspirativa? El interés nacional, sea norteamericano, sea británico, tiene sus ejes expresados en siglas: CNN y BBC. El mensaje de ambos, globalizado por zapping espontáneo, no repara, como en Kosovo, en las víctimas civiles, o en los daños colaterales, de una campaña higiénica. Desde el aire. A expensas, en tierra, del avance de la Alianza del Norte, con sus potenciales bajas, y del repliegue de los talibanes, con sus eventuales alzas. Por más que, después de los estruendos, lluevan bolsas con comida; antes también tenían hambre, creo.

El quid de la cuestión, o de las bombas, no es bélico, sino legal, financiero, político y diplomático. ¿Depende de la paz en Medio Oriente, con los zigzags de Ariel Sharon y de Yasser Arafat, o de la aplicación de la resolución de la ONU que restringe los fondos de las organizaciones vinculadas con el terrorismo y con sus primos hermanos el narcotráfico, el lavado de dinero, el tráfico de armas y la corrupción?

Por la plata, o por el interés, baila el mono (no sólo el Mono Jojoy, de las FARC). Todo está sujeto, entonces, a una depuración bancaria de tal magnitud que las sospechas no recaigan en ladrones de gallinas o evasores de impuestos, sino en magnates, o en sociedades tan anónimas como ellos mismos, que infunden respeto, e impunidad, por mover fortunas de origen incierto y destino aún más incierto.

En ese blanqueo, si cuadra, estarían en aprietos desde las guerrillas y los paramilitares colombianos hasta Sendero Luminoso, la secta japonesa Aum, la Jihad Islámica, Hezbollah, Hamas, Abu Nidal, el Frente de Liberación de Palestina, los separatistas kurdos de Turquía, la ETA y el IRA, entre otros.

Blair juega una patriada y, al mismo tiempo, corre riesgos. La patriada de ser Churchill, mientras Bush hace de Roosevelt, con el riesgo de distanciarse de Europa. Del continente, digo. Con otro riesgo no menos inquietante: resolver el dilema, o la ira, del IRA en Irlanda del Norte.

Los Estados Unidos quedan del otro lado del charco, como la Argentina del Uruguay. Pero Gran Bretaña tiene un asunto pendiente más cercano: consolidar su anexión a la unión monetaria. Dejar de ser una isla, en definitiva, del otro lado de un charco más estrecho que el Océano Atlántico.

Si en los Estados Unidos no hubieran existido Waco, ni Unabomber, ni Timothy McVeigh, ni las milicias ultraderechistas WASP (white, anglo-saxons, protestants), Bush habría hecho como su padre: identificar al enemigo, bombardearlo vía satélite y ya. Sin peligro posterior de ántrax con franqueo simple. Enfrente no estaba Irak, ni Saddam Hussein, sino un fantasma con sucursales en más de 50 países. ¿Qué hizo? Trabó amistad con la Alianza del Norte, feligresa del opio como la religión de los pueblos. ¿Vamos a terminar dándole la razón a Marx? Todos para uno, uno para todos. Por ahora.



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