Juegos de guerra




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El gobierno argentino ha ofrecido asistencia a los Estados Unidos, poniéndose un paso delante de sus vecinos

Campaña, no guerra. Despliegue, no cruzada. Libertad Duradera, no Justicia Infinita. Relaciones maduras, no carnales. Muy sutil todo. Y lento. Como la agonía del diminuto ejemplar de prisionero hindú, con la cabeza rapada y la mirada vaga y acuosa, de bigote espeso y saliente, absurdamente grande para su cuerpo, que describe George Orwell en El ajusticiamiento: «Las uñas aún estarían creciendo cuando él se hallara sobre la plataforma, cuando estuviera cayendo por el aire con un décimo de segundo de vida por delante».

Un relato verídico. Tan verídico como la rara coincidencia del 11 de septiembre, 9/11 en inglés, con el número telefónico que teclean los norteamericanos para las emergencias de todo tipo, 911. Que, sumado (9 + 1 + 1), da 11. Al igual que la forma de las Torres Gemelas mientras estaban erguidas, el número de vuelo del primer avión que embistió contra ellas y la cantidad de letras de New York City, Afghanistan, The Pentagon (el otro símbolo dañado) y Ramzi Yousef (convicto por el primer atentado contra las moles de Nueva York, en 1993).

Muy sutil todo. Y sugestivo. Fruto, tal vez, de la obsesión por las teorías conspirativas. Como los 92 pasajeros de uno de los aviones y los 65 del otro; es decir, 9 + 2 y 6 + 5. Hasta las vidas, y las patas, del gato, si seguimos así, serán 11. Resultado, también, de 2 + 5 + 4 (por el 11 de septiembre como día 254 del año) y, en otro esfuerzo imaginativo, por los 111 días que faltaban desde esa fecha trágica para el final del año. En la semana 37 de 2001 o año 1; ergo, 3 + 7 + 1. ¡Negro el 11! Y dale que va: el avión ruso sospechosamente caído, o derribado, el jueves en el Mar Negro llevaba, entre sus 77 ocupantes, 11 tripulantes. ¡Bingo! Otra casualidad. O sorpresa.

Como la actitud del gobierno argentino. Renuente en un principio a asomar demasiado la cabeza, negando una eventual participación en la guerra. En la campaña, digo. No ha mandado fragatas, como Carlos Menem durante la Guerra del Golfo, pero ofreció mantener e incrementar sus tropas en las operaciones de paz en los Balcanes, de modo de liberar a efectivos de otras nacionalidades que puedan desplazarse hacia la zona roja, y enviar voluntarios civiles, enrolados en la Comisión de Cascos Blancos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), para montar un hospital de campaña en los campos de refugiados afganos.

Casualmente, después de una visita fugaz a la Casa Rosada del embajador norteamericano, James Walsh, portador de una carta de agradecimiento de George W. Bush dirigida a Fernando de la Rúa. Hasta ese momento, sólo el gobierno brasileño, con su invocación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en la Organización de los Estados Americanos (OEA), había dejado entrever su interés por liderar la causa contra el terrorismo en el hemisferio.

Pero De la Rúa subió la apuesta. Y, en cierto modo, puso en un brete a los demás, por más prolijo que haya sido en respaldar el TIAR en la OEA, así como toda la estantería legal de la región, y en acatar en tiempo y forma, con el rótulo de decreto, la resolución de la ONU que insta a sus 189 miembros a prevenir y suprimir la financiación de células terroristas y a negarles refugio.

Fue más prudente que Menem, soslayando al Congreso, en 1990, por el súbito impulso de ser el primero y el mejor. En otras circunstancias. Sin riesgo país, ni riesgo Mercosur, ni riesgo Gobierno, ni riesgo Alianza, ni riesgo elecciones, ni riesgo devaluación. En el fondo, De la Rúa actuó con la marca, o con el arrastre, del giro abrupto de la última década en la relación bilateral con los Estados Unidos.

¿En qué quedó, entonces, el afán de diferenciarse de Menem? Del apellido palíndromo, o capicúa, surgió el menemismo. Pero el menemismo no ha sido sólo la tendencia dominante del justicialismo, divorciada del legado estatista y nacionalista de Perón, sino, en realidad, una expresión cultural de la sociedad argentina. O de sus factores de poder: la misma gente que había vivado el derrocamiento del tirano prófugo, según el léxico de la Revolución Libertadora, coincidió con los sectores populares en algo más que en el furor por la bailanta.

La brecha entre ricos y pobres ha ido profundizándose con los rigores del ajuste de la economía, pero, curiosamente, unos y otros han encontrado llamativos puntos de contacto. Cuatro décadas después de la caída de Perón, sus adversarios dieron con el hombre, más que con el nombre, en el cual iban a ver reflejada una irreverente exaltación de frivolidad y de extravagancia. Que existía a priori. Sin identidad. Ni autoría intelectual. Sin Menem y su debilidad por el jet-set. En forma anónima. Casi espontánea.

La detención, y la soledad, de Menem ha dejado en claro que el menemismo no es lealtad inquebrantable a él y su causa, como sucedía con la simbiosis entre el peronismo, Perón y la marcha que sus militantes entonaban con más fervor que el Himno Nacional, sino, más que todo, un estilo. Incorporado y, al mismo tiempo, objetado por sus precursores y por sus detractores.

La necesidad de sobresalir en el exterior, como polizones de clase turista en primera clase, no tuvo ligazón aparente con las voladuras de la embajada de Israel, en 1992, y de la mutual judía AMIA, en 1994, pero, al menos, coincidió con el cambio. En un país signado después por el estigma de la Triple Frontera, nido de terroristas, y por el fantasma de un tercer atentado. Signado, asimismo, por la falta de crédito económico y, en especial, del otro. De ahí, posiblemente, el apuro de De la Rúa por mostrar lealtad a los Estados Unidos; Brasil, aliado en la Segunda Guerra Mundial, no neutral como la Argentina, no tenía por qué precipitarse en ofrecer asistencia.

Menem, como Ronald Reagan, gobernó con tarjeta de crédito y De la Rúa, como Bush (padre), paga las cuentas. Después de los atentados, Bush (hijo) incorporó, o compró, la idea de la guerra santa desde su perspectiva religiosa, pero Osama ben Laden y sus secuaces de Al-Qaeda no pudieron planear semejantes atrocidades con el mero, y vulgar, ánimo de honrar el número 11, como cábaba, sino, en apariencia, de desatar el caos, acaso el definitivo, contra aquellos que ocuparon su país, Arabia Saudita, durante la Guerra del Golfo.

Era un despropósito, según su razonamiento. Una ofensa al Islam, por más que Irak hubiera invadido Kuwait y amenazara con expandirse. Y era, sobre todo, una ofensa al rey Saud, héroe de los integristas y guardián de los sitios sagrados.

Razón por la cual habrá elegido como blanco, por segunda vez, las Torres Gemelas. Y por la cual habrá previsto que los norteamericanos iban a bombardear de inmediato su refugio en Afganistán, al amparo que régimen talibán, como sucedió en 1998, contra ese país y contra Sudán, como réplica por los ataques contra las embajadas de los Estados Unidos en Kenya y en Tanzania.

Pero Bush obró con cautela, devaluando de guerra a campaña, de cruzada a despliegue y de Justicia Infinita a Libertad Duradera. Muy sutil todo. Y lento. Como la agonía del ahorcado descripta por Orwell. Con el consenso de casi todos, los reparos de algunos y las ofertas de otros. La Argentina, entre ellos. Presa de un legado. O de una necesidad: un paso adelante con tal de no quedar dos atrás.



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