Sólo sabemos que no sabemos nada




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El sesgo terrorista de los atentados ha llevado a Bush a no distinguir grises en un mundo que ya no será como antes

Culebreó la sospecha y, de inmediato, toreó la certeza: Osama ben Laden dejó su huella en los atentados. Como en otras ocasiones: la bomba en el estacionamiento subterráneo de las Torres Gemelas, en 1993; las voladuras de las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania, en 1998, y el boquete en el destructor USS Cole en Yemen, en 2000.

Una ristra de horrores, reivindicado el fanatismo, o la brutalidad, como el derecho de los malos, de un lado. Una ristra de errores, reivindicada la réplica, o la defensa, como el derecho de los buenos, del otro. Y, en el medio, una ristra de cabos sueltos, entre horrores y errores, reivindicado el derecho de la duda. O del escepticismo.

Legítimo frente a las pistas zigzagueantes de una banda terrorista cuyo presunto líder, Mohamed Atta, ingeniero y piloto, de 33 años, nacido en El Cairo, radicado en los Estados Unidos, habría estado vinculado con Ben Laden, pero, a su vez, también habría tenido contactos con el régimen de Saddam Hussein, frecuentemente bombardeado por los Estados Unidos y por Gran Bretaña debido al nido de armas químicas que cobija en Bagdad y oculta a los inspectores de las Naciones Unidas.

¿Quiénes eran y qué pretendían? Personas con diferentes sueños pueden compartir la misma cama. O estar debajo de ella. Desde el 11 de septiembre, un terrorista capaz de suicidarse en el nombre de Alá no responde necesariamente al perfil, o el identikit, del loco de barba tupida con el Corán en una mano, el fusil en la otra y un racimo de explosivos en el abdomen. Ni necesita un arsenal contrabandeado para demoler edificios, matar gente y crear legiones de viudas y de huérfanos.

Sólo debe poner al sistema contra el sistema. O, al menos, contra sus símbolos, como las Torres Gemelas y el Pentágono, en la guerra entre el bien y el mal, según George W. Bush. Devaluada en su léxico, después, con tal de no herir susceptibilidades. Sobre todo, de sus aliados europeos, con comunidades árabes que, a diferencia de las establecidas en los Estados Unidos y en América latina, jamás han renunciado a sus guetos.

El mundo premia, y castiga, más las apariencias que los méritos. Y la televisión, desde la Guerra del Golfo, es un arma. La más efectiva, acaso. Todo depende de la imagen. O de las repeticiones. En este caso, de los aviones que estallan contra las Torres Gemelas, preservando, entre los escombros, el espíritu del impacto. El dolor de la bofetada. Y la indignación. Sin manipulaciones gubernamentales ni mensajes subliminales. En crudo.

Como cruda es otra realidad: a los ojos de los Estados Unidos, los malos, como Ben Laden, fueron alguna vez buenos; a los ojos del mundo, los buenos, como Bush, pueden ser alguna vez malos.

Nostálgica, el ala más dura de su gobierno, de los tiempos en los que los buenos de la CIA reclutaban a los malos de otros países con tal de que el sistema se volviera contra el sistema. Y, cual regla de oro de la Guerra Fría, atentara contra él. Con una condición: que siempre fuera en el exterior.

También había, entonces, buenos y malos. Pinochet, alentado por Richard Nixon y por su secretario de Estado, Henry Kissinger, derrocó al presidente de Chile, Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973. Era comunista. Malo, según la tabla de la Guerra Fría.

Un norteamericano, Michael Townley, experto en explosivos ligado a la CIA, hijo de un directivo de Ford, dejó su huella después en los crímenes del ex ministro de Defensa de Allende, el general Carlos Prats, y de su mujer, Carmen Sofía, el 30 septiembre de 1974, en Buenos Aires, y de su ex canciller, Orlando Letelier, y de su secretaria, Ronni Karpen Moffitt, el 21 de septiembre de 1976, en Washington.

Fue un horror y, a la vez, un error. O un exceso. El bueno no midió el costo, ni las consecuencias, de eliminar a un malos, cometiendo un atentado, sistema contra sistema, en la capital de un territorio libre de subversivos, de dictaduras y de desaparecidos.

Territorio sobre el cual, sin justificación ni ley, los malos de Ben Laden, al amparo de la CIA mientras hacían causa común contra la Unión Soviética, pusieron al sistema contra el sistema, sorprendiendo al mismísimo sistema. Y, por ello, han hecho de esta casa, el planeta, un asilo.

El primero que lanzó una maldición, en lugar de lanzar una piedra, descubrió la civilización, según Freud. Pero la civilización, en cortocircuito por haber lanzado más piedras que maldiciones, ha quedado a merced de los extremos.

«O están con nosotros o están con los terroristas», dijo Bush en el Congreso. Frente a ambas cámaras, como en los discursos anuales del Estado de la Unión. Frente al mundo, en definitiva. Con la televisión como medio y fin.

Una arma vieja, no envejecida, frente a un dilema nuevo. De terroristas con apariencias tan engañosas como sus méritos: esposa e hijos, uno de ellos, estilo de vida occidental, clase media urbana, ventajas de viajero frecuente en los aeropuertos. Y licencias. Como el alcohol, prohibido por la religión. Meras máscaras. O cortinas de humo. Lejos del fundamentalismo islámico, salvo en sus adentros. En la oración. Con un patrón imprevisto: el odio, no el poder. Y con otro aún peor: la inmolación en grupo, cual secta.

Espejos difusos de los terroristas solteros y solitarios que, en Medio Oriente, mueren convencidos de que sus padres tendrán un buen pasar de por vida, acordada una mensualidad con los cabecillas, y de que 70 muchachas de ojos negros, con la virginidad como virtud, estarán esperándolos en el cielo.

En la Tierra, Bush ha recibido muestras de solidaridad hasta de los más duros. No un cheque en blanco. Todos, sin embargo, han apretado las clavijas. Como si antes de los atentados no hubiera existido el peligro. En la Triple Frontera con el Paraguay y el Brasil, por ejemplo. Bajo el signo del contrabando, del narcotráfico, del tráfico de armas y del terrorismo. Que hizo de las suyas, en dos ocasiones recientes, en la Argentina.

Enfrascada en un debate doméstico por el eventual envío de tropas para la represalia contra los talibanes de Afganistán, refugio de Ben Laden, mientras culebrea la sospecha y torea la certeza de un cambio fenomenal en la seguridad interior, con la participación de las fuerzas armadas, en un sistema, vapuleado por bombas, voladuras y boquetes, que atenta contra sí mismo, replegado y asustado. En el cual abrumados, todos, sólo sabemos que no sabemos nada.



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