El caballero de la armadura oxidada




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La victoria de Berlusconi despertó el júbilo de Aznar, de Thatcher y de Haider, y la duda de los otros líderes de Europa

Roma, a juzgar por la guía telefónica, está llena de argentinos. O, tal vez, Buenos Aires esté llena de italianos. Compartimos todo: la pasión, los gestos, la pasta, los batigoles… Hasta, en algunos casos, la ciudadanía. Sólo nos faltaría a los argentinos un presidente de origen italiano, por más que Raúl Alfonsín haya nombrado de facto a Domingo Cavallo en un blooper, según se corrigió de inmediato frente a corresponsales extranjeros, con el cual hizo otro modesto aporte a la confusión general.

Consecuencia, seguramente, de las enormes dudas que ha despertado en la socialdemocracia europea, con la cual comulga, la victoria de Silvio Berlusconi. Comparado, antes de las elecciones del domingo pasado, con el ultraderechista austríaco Joerg Haider por sus lazos con un nostálgico del fascismo como Umberto Bossi, líder de la Liga del Norte. El único que no festejó por no haber alcanzado la senaduría. Autor, no obstante ello, de una frase de bienvenida para aquellos que insisten en que todos los caminos conducen a Roma: “Bastoni contro i clandestini (palos contra los clandestinos)”.

Un caballero. Como Berlusconi, Il Cavaliere, tildado a priori de no idóneo, sinónimo elegante de inepto, por el semanario británico The Economist. En especial, por no haber resuelto el conflicto de intereses entre los negocios privados y la actividad pública. Y por haber sido investigado por blanqueo de dinero, vínculos con la mafia, evasión fiscal, pertenencia a la Logia Masónica P2 de Licio Gelli, y sobornos de políticos, de jueces y de funcionarios gubernamentales después de su primer acto como premier, siete meses en 1994.

Lo condenaron tres veces. En total, 77 meses de prisión, en donde no estuvo un solo día. Dos causas prescribieron y la otra está pendiente de ser apelada. Una curiosidad, o una excepción, en el país de las Manos Limpias. Que izó la bandera, o hizo bandera, con la lucha contra la corrupción. ¿Otro rasgo en común?

En las elecciones, como en la vida, una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja. Pura teoría. Sobre todo, en Italia. Lo importante para Berlusconi, el rey, no era ganar, sino hacer perder al otro, Francesco Rutelli, el peón de la marchita Coalición del Olivo.

Señal de alerta para el semiólogo Umberto Eco, temoroso de despertar una mañana y descubrir que todos los medios de comunicación pertenecen a Berlusconi, dueño de tres canales de televisión y de otras compañías, como la editorial Mondadori. Temeroso, asimismo, de que la democracia, dominada por una sola voz, descarrile en una suerte de régimen de facto. Y de que la alianza ganadora, Casa de las Libertades, termine dando un portazo frente a las narices de la libertad de expresión.

Berlusconi es, o aparenta ser, una versión descremada del primer ministro que, en la breve gestión anterior, privilegió sus intereses personales. Es, a los ojos de italianos con la cabeza más puesta en Europa que en su propio país, la reencarnación del caballero de la armadura oxidada. O la sombra del Olivo que, con tal de no quedar fuera del mismo euro que Cavallo aspira honrar con su canasta de monedas, plantó Romano Prodi en 1996.

Un movimiento de centro izquierda que, después de cinco años y de sucesivos cambios, no supo despertar expectativas entre la gente. Con posturas cerradas en las cuales cada una procuró imponerse, fuera de Prodi, fuera de Guliano Amato, fuera de Massimo D’Alema. Y con una rara concepción de unidad entre extremos distantes, como el comunismo y el catolicismo. Un tinglado ideológico sin bases firmes, en definitiva.

Enfrente, Berlusconi, demolido en 1994 por la deserción de sus filas de la minúscula Liga de Bossi, centró su campaña en las premisas de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher: rebajar los impuestos, aumentar las pensiones y crear fuentes de trabajo. En eso, al menos, no nos parecemos en absoluto.

La centro izquierda europea ve en él un peligro inminente. Más que todo, por la posibilidad de una excesiva concentración de poderes: judicial, económico y mediático. Punto en el cual se dio, en la campaña, un choque cultural en las alturas que no tocó tierra firme: fueron mejores opositores los intelectuales, como Eco, Indro Montanelli, Dario Fo y Eugenio Scalfari, que los políticos del Olivo.

Pero no pudieron contra la habilidad de Berlusconi frente a las cámaras, rival de caballos rengos en un ajedrez gastado: la política tradicional. Ni contra la imagen del hombre de negocios, hecho a sí mismo, que comenzó como cantante en cruceros por el Meditarráneo mientras estudiaba leyes y especulaba con bienes raíces en Milán. Y que, como correlato de su carrera, amasó una fortuna que ronda los 12.000 millones de dólares.

El amor y la tos no pueden ocultarse. Como tampoco puede ocultarse el poder de los medios. Berlusconi es, entonces, el poder en el poder. Un magnate de la televisión que sacó provecho de ella una década después de que CNN transmitiera en vivo la Guerra del Golfo. La televisión no es medio en su caso, sino completo. Y representa, también, el pequeño argentino que todos llevamos dentro: el ego, o el orgullo, por el éxito material más allá de las desprolijidades y de los procesos. Vendió la certeza de que era mejor que Rutelli. Y, a contramano de los discursos políticos, la sociedad civil de la que hablaba Antonio Gramsci terminó comprándolo.

Compró el reality show de la prosperidad. Concentrada en el bienestar personal, no en los orígenes dudosos de sus bienes. Ni en las causas en las que ha sido hallado culpable: financiación ilegal de partidos políticos (transfirió 11 millones de dólares al Partido Socialista; el primer ministro Bettino Craxi, después de ser condenado, se fugó a Túnez, en donde murió); sobornos a funcionarios de la Guardia de Finanzas que revisaban las declaraciones de impuestos de su grupo empresarial, Fininvest, y trampas con los balances de Medusa, la división cinematográfica de Fininvest, en la compra de terrenos.

En Europa sólo recibió felicitaciones inmediatas de los conservadores Thatcher y José María Aznar. Los otros líderes, identificados con la tercera vía de Tony Blair y de Gerhard Schroeder, se mostraron cautos. Berlusconi, entonces, dirigió un mensaje de tono moderado con tal de mostrar su costado europeísta. Quiso atenuar las loas a los Estados Unidos durante la campaña. Por una razón sencilla: se sentirá más contenido en Washington que en Bruselas.

No sólo la pasión, los gestos, la pasta y los batigoles compartimos, después de todo. Por más que a un político como Alfonsín se le haya escapado que un descendiente de italianos como Cavallo gobierna la Argentina. Peor hubiera sido si mencionaba a Cecilia Bolocco en coincidencia con su cándida foto de Ciccolina abanderada en la portada de Para Ti.



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