Bolsillos flacos, realidades ajenas




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La mayoría de los presidentes deja de tener contacto con cosas tan mundanas como la billetera desde que asume el cargo

Ordenó un plato suculento y sustancioso: trucha ahumada, gambas y paté de nueces. Un manjar. Y dio cuenta de él, devorándoselo, mientras Mike Bell, el dueño del restaurante, sobre Portobello Road, en el barrio Notting Hill, de Londres, famoso por sus pubs, observaba, orgulloso, que una multitud de curiosos se había reunido en la vereda. Tenía un comensal ilustre e infrecuente: Bill Clinton, en un intervalo informal de una visita oficial al Reino Unido mientras aún era presidente de los Estados Unidos. ¡Fantástico! Salvo un pequeño detalle: terminó de comer, alzó la mano izquierda (la diestra, por ser zurdo), agradeció con una sonrisa y se marchó con su legión de custodios del servicio secreto. Sin soltar una libra. O un dólar. Ni propina dejó.

Los diarios británicos, como The Guardian, titularon al día siguiente: «Bill forgets the bill» (Bill olvida la cuenta). De apenas 24,70 libras. O 36,22 dólares. Actitud que no era común en él cada vez que, en vísperas de Navidad, iba de compras a Georgetown, en Washington. Ni cuando adquirió, con rebajas de cortesía, Leaves of Grass (Hojas de Hierba), de Walt Whitman, y un alfiler de sombrero, y un prendedor de oro, para Monica Lewinsky, en comercios de Martha´s Vineyard, Massachusetts, en donde solía pasar las vacaciones de verano. Con Hillary, Chelsea, Buddy (el perro) y Socks (el gato), no con ella.

Bell estaba indignado con Bill: al punto de amenazar con mandarle la cuenta, por correo, a la Casa Blanca. Si Clinton no hubiera sido Clinton habría terminado lavando los platos. En ningún momento amagó meter la mano en el bolsillo. No hubiera encontrado mucho, en realidad, sólo algún que otro papelito garabateado y, acaso, la copia de un discurso del mes anterior que pudo haber sobrevivido al lavarropas.

Es un déficit, o una virtud, del poder: no llevar nada, o casi nada, en los bolsillos. Y, de ese modo, cual déficit, no tener idea, a veces, del color del dinero, ni del precio de una Coca-Cola o del kilo de pan, ni de otra realidad que no sean los indicadores económicos. No tener necesidad, en definitiva, de cargar documentos, monedas, tarjetas de crédito, agenda, pastillas, estampitas o cintas rojas (contra la envidia). Como Oscar Arias, ex presidente de Costa Rica, y Daniel Ortega, su par de Nicaragua. Nada de nada. «Nada, por supuesto –ladró Alberto Fujimori mientras era presidente del Perú, molesto por la pregunta  recurrente de quien suscribe–. Si no lo conociera, pensaría que usted es de la CIA.» Nada, entonces.

O, a lo sumo, un pañuelo de tela (inusual en la era de los descartables), como Al Gore mientras era ladero de Clinton. «Es lo único que nunca olvido», confesó. O dos blancos, como Hugo Chávez, presidente de Venezuela: «Lo aprendí cuando era cadete –explicó–. Uno es para mí y el otro es para la dama». O uno en el bolsillo superior del saco, a tono con la corbata, como Carlos Menem.

En septiembre de 1999 Chávez también llevaba un peine: según él, su pelo (crespo y siempre corto) era muy rebelde. Un librito de citas de Gaitán: «Todo está trenzado en el ritmo de la unidad, nada es una fracción, todo es parte de todo, lo que cada uno hace tiene relación con lo que otro hizo o con lo que otro va a hacer», recitó. Papeles sueltos con anotaciones varias. Y una billetera negra de cuero, obsequio de Marisabel, su mujer, en la cual, al desplegarla, afloraban las fotos de sus hijos, la cédula de identidad, el carnet de teniente coronel (vence en 2004) y, rara avis, unos cuantos bolívares. «Sufro si me detengo a tomarme algo y no me quieren cobrar», dijo.

Cara y ceca con Clinton. Menem, a su vez, decía, en agosto de 1997, que se rehusaba a ir con los bolsillos cargados desde antes de asumir la presidencia, en 1989: «Lapicera no tengo; siempre me la alcanzan –describió–. Ni los anteojos para leer llevo. Tampoco necesito plata ni tarjetas de crédito. ¿Quién va a pedirle el documento al presidente? En las reuniones internacionales me ponen un pin (prendedor) en la solapa y no veo la hora de quitármelo. Prefiero no tener nada, excepto el pañuelo que combine con la corbata».

Símil de Julio María Sanguinetti, presidente del Uruguay entre 1985 y 1990, y entre 1995 y 2000, uno de los pocos en su país que prefiere el café antes que el mate: «¿Qué iba a llevar en los bolsillos?», rubricó. Al igual que el secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), César Gaviria, presidente de Colombia entre 1990 y 1994: «Estoy seguro de que no llevaba un centavo –recordó–. ¿Para qué, no? Ni una sola tarjeta de crédito. Nunca. Ni, menos que menos, el pasaporte». Y al igual que Luis González Macchi, presidente del Paraguay, aunque, en su caso, no se despegue del teléfono celular.

Aparato que Raúl Alfonsín también tenía, pero olvidaba encender, nueve años después de haber salido por la puerta lateral de la Casa Rosada, sobre la avenida Rivadavia. «No llevaba plata, y ahora tampoco», dijo, en mayo de 1998, mientras promediaba una gira por los Estados Unidos. A su lado, Mario Brodersohn, secretario de Hacienda durante su gestión, repuso con ironía: «En realidad, nunca tuvo billetera». Y el ex presidente remató: «Llevaba los anteojos, che».

Ciertamente hay cosas que el dinero no puede comprar, pero, por más que sea un buen servidor y un pésimo amo, nadie procuraría tenerlas sin él. La vuelta al llano es, para algunos presidentes, algo así como tocar tierra firme después de haber estado durante años en el limbo. Cual reconciliación después del divorcio. Forzada, en este caso. «A mí no me sucedió porque asumí de inmediato en la OEA, pero entiendo que debe de ser un trance difícil», dijo Gaviria.

No sólo por los bolsillos vacíos (una bendición para el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo, vacilante, como Clinton, frente a las cuentas), sino, también, por los honores del cargo. O los valores agregados, como el peluquero de Menem.

Que pueden derivar, por nostalgia prematura, en la búsqueda permanente del paraíso perdido. Vía reelección. O, si cuadra, segunda reelección. Como coincidieron, en su momento, Menem en la Argentina, Fujimori en el Perú, Fernando Henrique Cardoso en el Brasil y Ernesto Pérez de Balladares en Panamá. Candidatos, algunos de ellos, que trataban de obtener dinero de los ricos y votos de los pobres, de modo de proteger a los unos de los otros.

El dinero no hace la felicidad, como los 1300 millones de dólares de los Estados Unidos para el Plan Colombia, pero puede conducir a errores. Caso George W. Bush, preocupado por el crecimiento de la superficie de cultivo de hojas de cacao; de coca quiso decir. Obstinado, asimismo, en el uso del neologismo commonsensical (de common sense, sentido común), émulo del ne´sario de Menem.

Bush, con sus bolsillos aparentemente despoblados, tampoco se ha caracterizado por los buenos modales. En especial, durante su visita a México. la primera a América latina después de asumir el cargo. Lo demostró con la cara de asco que puso frente a Vicente Fox, exagerada con el pulgar hacia abajo, por el plato de brócoli de la plantación del rancho de Guanajuato que había preparado especialmente la madre del presidente, Mercedes Quesada. Una descortesía, por más que coincida con los gustos, y con los disgustos, de su padre, aunque, consuelo al fin, no tenga que pagar la cuenta. Como Clinton, a vuelta de correo.



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