Barak tiene un plan; Arafat, tampoco




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La visita de un líder de la derecha israelí a un sitio sagrado de Jerusalén causó la crisis y demostró cuán frágil es la paz

Shimon Peres, premio Nobel de la Paz al igual que Yitzhak Rabin y Yasser Arafat, reparó hace un tiempo en las instrucciones que daba un entrenador de natación a un grupo de chicos que competía en el mar de Galilea: «Si llegan a la mitad y se sienten cansados, no den la vuelta. Gastarán la misma energía en ir a la meta que en regresar a la costa».

Es, más o menos, lo que sucede con el proceso de paz de Medio Oriente: Arafat y Ehud Barak han llegado a la mitad, pero, apedreados por otra intifada (agitación), vacilan entre llegar a la meta, braceando y pataleando al mismo tiempo, o regresar a la costa. Nadan contra la corriente, en realidad, sorteando las olas encrespadas de sus respectivas oposiciones domésticas. Que, tratándose de un mar compartido, son tan ajenas como propias.

En ello reside la característica principal del conflicto. Arafat y Barak son algo así como una pareja que discute el divorcio bajo el mismo techo, cruzándose en los pasillos por más que duerman en cuartos separados. Sin intención, uno, Arafat, de perder un centímetro frente a la disposición del otro, Barak, de ceder algo más que la cocina (el sector oriental de Jerusalén) mientras esquivan los mordiscos de los tiburones que prefieren regresar a la costa antes que ir a la meta.

Palestinos e israelíes, una vez delimitadas las fronteras, seguirán conviviendo en el mismo territorio. De tamaño modesto y medianeras endebles. Sea frente a frente, sea rodeados, profesan religiones distintas, cultivan tradiciones distintas, hablan lenguas distintas, aprenden historias distintas y, por cierto, abrigan rencores distintos. Los relojes pueden marcar la misma hora, pero los tiempos también son distintos.

Los árabes, por ejemplo, resumen todo en una palabra: maalesh. Que significa no importa, no te preocupes. Como creen en la vida después de la muerte, no prima entre ellos el apuro nuestro de cada día. De la paciencia como virtud se han ganado el mote de IBM como defecto: I por in sha Alá (si Dios quiere), B por bukra (mañana) y M por maalesh.

Occidente ha pecado algunas veces en malinterpretar el proceso en sí. Confiaba en julio en que Arafat y Barak, encerrados en Camp David, iban a resolver en dos semanas sus diferencias ancestrales y en que Bill Clinton iba a cantar las hurras como correlato de los ocho años que invirtió como entrenador de natación en el desierto. De tanto tiempo mediando, después de haber llorado la muerte de Rabin y de haber lamentado las trabas de Benjamin Netanyahu, concluye ahora que avanzar con lentitud es desesperante, sobre todo frente a la posibilidad de que una pedrada derive en una guerra, pero avanzar con rapidez no es más que una utopía.

La paz es tan frágil que una provocación ha desencadenado el caos. Sostienen los israelíes que Ariel Sharon, el líder del partido derechista Likud, no pretendía echar un ancla al proceso, ni gasolina al fuego, con su visita inoportuna a la Explanada de las Mezquitas, en Jerusalén. Sostienen, también, que ha sido un gesto hacia dentro, de modo de enviarle una señal de rechazo a Barak, laborista, y de demostrarle cuán fuerte es a su correligionario Netanyahu, decidido a volver a la política después de haber sido exonerado por los tribunales como sospechoso de un acto de corrupción. Y sostienen, asimismo, que Arafat hace de la ambigüedad un arte y obtiene rédito de los enfrentamientos.

Es posible todo, pero un halcón como Sharon no podía no saber que apenas asomara la nariz en la Explanada iba a provocar la reacción de los extremistas palestinos, acompañados por la policía, y la consecuente represión de los militares israelíes en momentos en que Barak y Arafat están trabados en la discusión del eventual reparto de Jerusalén.

En Medio Oriente, entre olivos y fusiles, la mecha está siempre próxima a la llama. Los muertos pueden ser víctimas o mártires, según el ojo, y el corazón, que mire. Sharon, con su actitud, tocó las fibras más íntimas de los suyos y de los palestinos en ingrata coincidencia con el año nuevo judío, de mal fin y peor comienzo, 5751 años después de la creación, o del nacimiento, de Adán y Eva. La Explanada, de hecho, no es un monumento más, sino el sitio sagrado de judíos y de musulmanes, El Monte del Templo para unos, Al Haram as-Shariff para los otros.

La visita de Sharon causó el mayor revuelo desde que gobierna Barak. Fue con una legión de policías con la cual quiso dejar en claro que la soberanía se gana, no se negocia. Pero terminó haciéndole un favor a Arafat, seguro de que saca más beneficio con la quietud, sin dar pasos en falso después de haber postergado la creación del Estado Palestino, que con la ira que promueven sus rivales internos del Movimiento Islámico de Resistencia (Hamas).

En la mesa de negociaciones, no en la guerra, Israel se retiró del sur del Líbano, cambió paz por territorios con Egipto y con Jordania, y avanzó con lentitud, pero avanzó al fin, con los palestinos. Como consecuencia de ello, Barak perdió la mayoría parlamentaria. Del otro lado, Arafat perdió su liderazgo monolítico desde que simpatizó con Rabin. Son los costos que pagaron ambos por no regresar a la costa. Lo cual habría sido fatal, convengamos.

Si uno llora por no ver el sol, las lágrimas pueden impedirle ver las estrellas. De eso se trata: de evitar más lágrimas por víctimas y por mártires.

El frente interno atenta contra Barak. No le perdonan los judíos ortodoxos haber flaqueado frente a Arafat ni, en casa, su intención de permitir que los sábados, día de reposo del sabath, circule el transporte público en las grandes ciudades y despeguen los aviones de la compañía estatal El Al. Globalización que le dicen. Es una revolución laica que hasta los militantes religiosos del laborismo ven como una afrenta.

El frente interno también atenta contra Arafat. No le perdonan los fundamentalistas de Hamas que haya postergado por segunda vez la proclamación formal del Estado Palestino, prevista para 13 de septiembre, siete años después del histórico apretón de manos con Rabin en Washington. Primero vacilante, luego decidido. Tan decidido como, ahora, su recato ante la presión de los Estados Unidos y de la Unión Europea con tal de evitar el baño de sangre que prometieron los israelíes, amenazantes.

El Estado ya existe, en realidad. Fue creado el 15 de noviembre de 1988, en Argel, por el Consejo Nacional Palestino. Entonces, en el exilio. Es un símbolo su proclamación. O, acaso, una forma de forzar la cesión del sector oriental de Jerusalén, capital eterna e indivisible de Israel por la ley de anexión que deparó la guerra de 1967.

El desastre siempre transita por dos vías paralelas: pedir lo imposible y retrasar lo inevitable. Lo imposible y lo inevitable es el status de Jerusalén. Palestinos e israelíes han llegado a la mitad, cansados. El riesgo, con la explosión de violencia, no es ir ni regresar, sino hundirse. Maalesh: Barak tiene un plan; Arafat, tampoco.



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