O sí, o no, ONU, o ni




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Clinton, bajo el mismo techo con amigos y enemigos, abogó por reinventar la organización de la que su país es deudor

Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita. Es el caso, a medias, de los Estados Unidos: son los que más tienen y, a la vez, los que menos necesitan. Que tengan, sin embargo, no significa que sean excesivamente generosos. O que dilapiden fortunas en causas ajenas al interés nacional. No adeudarían, por ejemplo, algo así como 1700 millones de dólares a las Naciones Unidas (ONU).

La partida está trabada en el Congreso, dominado desde 1995 por la oposición republicana. Excusa por demás democrática de la cual se ha valido Bill Clinton para aplazar una y otra vez la deuda. Estirarla, en realidad. O para soslayar a la ONU, en nombre del interés nacional, después de sus fracasos en Bosnia-Herzegovina, en Ruanda y en Sierra Leona, entre otros. Excusas, asimismo, para pedir una rebaja: los Estados Unidos son el socio que paga la cuota más alta. En teoría mientras sigan siendo morosos.

A diferencia de una hipoteca, la deuda es un factor de presión frente a un coloso enclavado en Nueva York con el cual no simpatizan los norteamericanos (ergo, los electores). En especial, después del desastre de Somalia: los soldados que mandó George Bush en diciembre de 1992, miembros de la fuerza multilateral que iba a paliar el caos y el hambre, regresaron, cabizbajos, en marzo de 1994, por orden de Clinton, después de haber sufrido 18 bajas, en una emboscada, en octubre de 1993.

Fue la cruz del entonces secretario general de la ONU, Boutros Boutros Ghali. Sobre todo, por una imagen espantosa difundida por televisión. Y grabada a fuego en las retinas de la gente: el cadáver de un soldado norteamericano arrastrado, cual trofeo de guerra, por las calles de Mogadishu. De ella se sirvió Clinton, así como su rival republicano, Bob Dole, en la campaña electoral de 1996, para martillar en sus discursos que nunca más un egipcio, u otro extranjero, iba a comandar sus tropas.

En diciembre de ese año asumió Kofi Annan, de Ghana, como secretario general, vetada por los Estados Unidos la reelección de Boutros Ghali por una razón formal: el crecimiento desmesurado de la burocracia de la ONU en momentos en que Clinton, reelegido como el mejor discípulo de Ronald Reagan, sellaba el final del Estado grande con su discurso del Estado de la Unión ante ambas cámaras del Congreso. Y otra real: el fantasma de Somalia, bautizado Vietmalia, velo que cubría diferencias de otra índole.

Clinton cambió ahora de parecer. O, al menos, suavizó el rencor. En la Cumbre del Milenio, reunido bajo el mismo techo con más de 150 amigos y enemigos, exaltó el papel de la ONU, refutando a los norteamericanos (republicanos, en particular) que prefieren presdindir de ella o manejarla a su antojo. Quizá con el pulso con el que estrechó la mano de Fidel Castro, quebrando por primera vez en cuatro décadas la tradición de indiferencia de sus siete predecesores. O con la cara con la que habrá visto en el mayor auditorio del planeta al viceprimer ministro de Irak, Tarek Aziz.

En su intervención, Clinton se mostró convincente en su afán de reinventar la ONU con tal de prevenir conflictos (más frecuentes entre bandos de un mismo país que entre países en sí) y de equiparar la cuota norteamericana con otras de socios que, como Japón, Singapur o Arabia Saudita, han crecido tanto desde el final de la Segunda Guerra Mundial que podrían pagar un poco más.

Pero también se mostró contradictorio: la alianza atlántica (OTAN), comandada por los Estados Unidos, no reparó en la ONU, precisamente, antes de bombardear Yugoslavia por los excesos de Slobodan Milosevic en Kosovo. Ni Tony Blair, leal a Clinton, presta atención alguna a los dictámenes anuales del Comité de Colonización sobre la necesidad de reanudar la negociación de la soberanía de las Malvinas con la Argentina, argumentando que los isleños se rehúsan a renunciar a la ciudadanía británica. Un pretexto flojo, o inconcebible, si fuera al revés.

¿Qué pretenden reinventar, entonces? O sí, o no, ONU, o ni. La doctrina Annan, más conciliadora que la doctrina Boutros Ghali a los ojos de los Estados Unidos, dicta que la soberanía no es un escudo. Dicta, también, que ricos no son los países que más tienen, sino los que se contentan con menos. Es decir, unos comen cuando quieren y otros comen cuando pueden en un mundo en el que la globalización, cual desafío, cala hondo con su prédica de igualdad.

Lo aprendió con creces Boutros Ghali. Poco después de retirarse, herido en su orgullo, describió en un libro los intentos de manipulación de los que se sintió víctima entre 1992 y 1996. Lo tituló Unvanquished: a US-UN saga (Invicto: una saga Estados Unidos-ONU).

En él confiesa que, con tal de tener éxito en su gestión, hizo lo posible por agradar al entonces secretario de Estado, Warren Christopher, como contratar muchos empleados norteamericanos a pesar de las objeciones de otros Estados miembros o, por pedido de Clinton, deshacerse de los subsecretarios generales de la ONU, Richard Thornburgh y Joseph Verner Reed, nombrados por recomendación de Bush.

Con Madeleine Albright, mientras era embajadora ante la ONU, no se llevaba bien. Tenían una relación distante. Que se bifurcó en un cruce de caminos, y de criterios, por la elección de un nuevo director general para el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). Ocupaba el cargo un norteamericano, James Grant. Clinton quería que fuera designado William Foege, ex director de los Centros de Control de Enfermedades de los Estados Unidos.

Pero Boutros Ghali, para disgusto de Albright, sostenía que la Unicef se vería beneficiada con una mujer al frente. Peligraba el monopolio que ejercían los Estados Unidos desde 1947. Presentaron, finalmente, a Carol Bellamy, ex directora del Cuerpo de Paz, como candidata alternativa. Pero resultó elegida Elizabeth Rehn, de Finlandia, por 15 votos contra 12, en una votación no oficial, razón por la cual, dice en el libro, debió insistir con la postulación de la norteamericana. «No hay diferencia entre la diplomacia y el engaño», concluye, parafraseando a un sabio hindú.

Annan paga, en cierto modo, una deuda por el fantasma de Somalia, o de Vietmalia, heredado de Boutros Ghali. Y paga, también, la factura frecuente de Albright: «¿Recuerda quién lo puso a usted en el cargo?», llegó a reprocharle después de haber procurado mediar con Saddam Hussein. Rico, en definitiva, es el que permite que el otro conserve la distancia como único bien.



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