Cabeza de ruso




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Desde el miércoles, el último día del milenio que vivimos en peligro, Discépolo tiene más autoridad científica que Nostradamus: el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el 506 y en el 2000 también, pero, mientras tanto, sigue andando.

Y los maquiavelos, como Boris Yeltsin, no reparan ni en los viernes 13 (a falta de un martes fatídico de igual signo) si deciden jugar el juego que mejor juegan, despachar primeros ministros en este caso, con tal de evitar sus propios eclipses.

Eclipse que sombreará a Yeltsin, después de dos mandatos consecutivos que vedan un tercero, en las elecciones de julio del año próximo. Siempre y cuando se equivoque Mikhail Gorbachov en sus presagios. ¿Re-reelección al estilo latinoamericano? No precisamente.

El mentor de la perestroika habló del impulso que cobraría la anexión de Bielorrusia a Rusia (en proporción, algo así como un grano de arena en el Caribe), en medio de la guerra santa que se desató con los rebeldes musulmanes en Daguestán y que se extendió a Chechenia o como correlato de ella, de modo de crear un nuevo Estado.

Ello significaría declarar en emergencia el actual Estado y saltear el cronograma electoral, comenzando por las legislativas de diciembre.

Otros hablaron de la posibilidad de que también se incorpore Yugoslavia (Serbia, al menos), ya que hubo reuniones de parlamentarios en Belgrado en las cuales se trató el tema.

¿Tendrá asidero? A los ojos de Gorbachov, el plan cierra: Yeltsin continuaría en el poder y La Familia, corte íntima que encabeza la hija de él, Tatiana Diachenko, una suerte de Rasputín o de filtro de la realidad en el Kremlin, postergaría hasta el infinito la rendición de cuentas por asuntos tan irritantes de su gestión como la crisis económica, la desastrosa guerra de Chechenia (1994-1996) y el ocaso del ejército.

Asuntos por los cuales la Duma (Cámara de Diputados) falló en su intento de promover un juicio político contra Yeltsin cuando echaba a rodar la cabeza de su tercer primer ministro en poco más de un año, Yevgueni Primakov, hoy uno de los favoritos para las elecciones legislativas de diciembre y, tal vez, para las presidenciales de julio.

No era momento, en realidad: Rusia, segundo nido nuclear del planeta, estaba flirteando con China, hace apenas tres meses, en una virtual vuelta a la Guerra Fría en la cual mojó la oreja de los Estados Unidos en particular y de la alianza atlántica (OTAN) en general con el súbito arribo de sus tropas al aeropuerto de Pristina, punto estratégico de Kosovo, apenas capituló Slobodan Milosevic.

No por nada Yeltsin, advertido de la farsa de los líderes de Occidente de considerarlo un par en la reunión que mantuvo en junio el G-7 en Colonia, Alemania, con tal de atenuar su resentimiento contra la OTAN, condecoró a los militares que protagonizaron la hazaña y, de paso, recuperó su confianza.

Ya había nombrado primer ministro a Sergei Stepashin, un halcón del Servicio Federal de Seguridad (ex KGB) con título de bombero adquirido en la era soviética que, desempleado desde el lunes después de escasos 82 días de trabajo, ha sido reemplazado ahora por Vladimir Putin, otro duro de antecedentes laborales parecidos, como espía en la Alemania del Este, que se convirtió de la noche a la mañana en el delfín presidencial.

La fórmula, si no prosperan las hipótesis de Gorbachov, sería: Putin al gobierno, Yeltsin al poder, según especula un analista norteamericano que sigue de cerca los ríos de Moscú. Stepashin, como antes Primakov, cobró notoriedad, sobre todo en el exterior, cosa que, observa este hombre, saca de quicio a Yeltsin.

Uno, Primakov, podría sucederlo en julio. El otro, Stepashin, mantuvo la boca cerrada apenas cuatro días. Al quinto, el viernes 13, dijo que había sido despedido por no aceptar presiones de un grupo de poder que, tratándose del Kremlin, no puede ser otro que La Familia, y se mostró proclive a sumarse a la oposición en las próximas elecciones.

De un estado de excepción, o en emergencia, dependerá, en principio, la permanencia de Yeltsin en el cargo, a pesar de las restricciones constitucionales, después de julio. De ahí que, por ejemplo, el entierro de la momia de Lenin, por ahora en el mausoleo de la Plaza Roja, sería otra alternativa que barajaría La Familia, ya que, según especulaciones, provocará desmanes que derivarían en la imposición de la ley marcial, cual ataque extranjero, y en el viejo sueño de clausurar el Partido Comunista de Rusia.

A su antecesor soviético Yeltsin lo eliminó en 1991, después de una asonada golpista. Dos años después, en 1993, disolvió a cañonazos el Parlamento, dominado por los comunistas rusos. Tal es su afán que hace unas semanas reprendió al ministro de Justicia, Pavel Krasheninnikov, por no hallar indicios de actividades ilegales entre los miembros del partido.

Esperar, y ver, para creer mientras Washington, en silencio, todavía siente la neurosis de la guerra de Kosovo, como describió una fuente del partido de Bill Clinton.

Desgracias, tragedias, abogados, como dice Woody Allen, parece deparar el futuro en Rusia, sellado por la necesidad de La Familia de eludir el recuento de la gestión de Yeltsin más que por la obsesión de que, con una salud tan inestable como la economía y el cargo de primer ministro, adquiera el rango de zar.

El fantasma de Yeltsin es el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov. Denunció una falta de respeto, un atropello a la razón por una operación política del Kremlin con la cual busca hundirlo (el Servicio Federal de Seguridad investiga a su mujer por una presunta evasión a través de una compañía de plásticos). Dejó entrever, de hecho, que sería capaz de levantar su candidatura presidencial si Primakov acepta la nominación. Stepashin estaría cerca de ellos.

Es lo más cercano al deseo de venganza, cual conspiración tras conspiración, como para ver llorar la Biblia contra un calefón. Paciencia, Nostradamus; otra vez será.



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