Chávez lo hizo




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Hugo Chávez es tan populista como Perón, tan contrario al sistema como Fujimori y tan vanidoso como Menem. Con Perón comparte los gestos y la historia de un militar golpista que llega a la presidencia por las vías constitucionales, luego cambiadas a su antojo. Con Fujimori comparte la fórmula de la disolución del Congreso y de la Corte Suprema con tal de imponer su voluntad. Con Menem, y con los otros, comparte la egolatría.

Son las tres fuentes con las cuales pavimentó el camino hacia la abrumadora victoria que obtuvo en las elecciones del domingo para la Asamblea Constituyente, llamada la soberanísima por él. Tan soberanísima que les ahorrará el trabajo a los elegidos: ya tiene redactada la Constitución en ciernes.

La consigna de Chávez, abrazada en especial por los pobres, clase de la cual provienen los militares venezolanos, a diferencia de los argentinos y los chilenos, es salir de la crisis económica, terminar con la corrupción y refundar el país como la República Bolivariana, de modo de no esperar una década (dos períodos presidenciales) para ser reelegido.

Detrás del proyecto nacional, con una omnipotencia rayana en la amenaza permanente ante la corrupción que no se molestaron en combatir ni en disimular los dos partidos tradicionales que se alternaron en el poder en los últimos 40 años, la Acción Democrática (AD), socialdemócrata, y el Copei, democristiano, campea el proyecto personal de Chávez.

Mete miedo, por más que no se aparte de las reglas democráticas: la base de su poder son los mismos militares que atentaron contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez en 1992, ascendidos o reincoporados sin la venia del Congreso, y que ahora, con fondos reservados de la presidencia, reparan edificios públicos, o reparten comida, o dictan clases de cultura castrense en los colegios.

La nueva Constitución, fácil de imponer en un ámbito en el que Chávez cuenta con la mayoría absoluta de los constituyentes, habla de democracia participativa y protagónica, de democracia directa y de poder local ciudadano, y establece una curiosa división de poderes en Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Moral (¡moral!) y Electoral (¿electoral?).

Muy latinoamericano todo, con el folklore de un populismo más cercano a Perón que a la globalización, y con la tendencia, tan obsesiva como peligrosa, de concentrar las decisiones en un solo puño.

Chávez, todopoderoso, se compara con Cristo, porque, según dice, expulsó del templo de la democracia a los políticos corruptos.

Podría ser el presidente ideal del taxista porteño desencantado que, a puro bocinazo, exige mano dura, al estilo Fujimori hoy, al estilo Pinochet ayer, en cuanto tropieza con el primer bache.

Bache que, en el exterior, Chávez pudo superar, en parte, gracias a Menem, el primero en pedirle a Bill Clinton, en enero, un mes después de su triunfo y uno antes de su asunción, que lo recibiera. En Washington había reparos por sus antecedentes golpistas. De algún modo iba a soslayar los prejuicios, igualmente, ya que Venezuela es el principal proveedor de petróleo de los Estados Unidos.

Su otro puntal fuera de Caracas es, curiosamente, Fidel Castro, antítesis del presidente argentino aunque intercambien cigarros y vinos. Chávez, definido a sí mismo como un nacionalista de izquierda, se maneja más por el afecto que por la ideología. Con Andrés Pastrana, por ejemplo, prima el amor-odio que caracteriza los vínculos entre venezolanos y colombianos desde la colonia.

Con Menem, en cambio, hubo química de inmediato, define un diplomático venezolano. Chévere, como si se conocieran de toda la vida.

Primaron también los intereses: nuestro país es el segundo inversor en el sector energético,  después de los Estados Unidos.

El artífice del encuentro en Buenos Aires, en la primera gira de Chávez apenas ganó las elecciones, había sido Ignacio Arcaya, hoy ministro de Relaciones Interiores y Justicia. Fue el embajador en la Argentina antes de serlo, desde agosto de 1998, ante las Naciones Unidas.

En casa, el capital político de Chávez, de 45 años recién cumplidos, es la juventud de la población. La mitad de los 23 millones de venezolanos tiene menos de 18 años. El 80 por ciento de la otra mitad es mayor de 35. Ambos segmentos hallaron en él una oreja presta a sus reclamos. Cara y cruz con su antecesor, Rafael Caldera, de 82 años.

Pesan sus actitudes destempladas, sin embargo. Es como si la gente se hubiera enamorado de alguien que cree propio, pero que, en realidad, no puede ni quiere despojarse de su pasado, cual seguro contra todo riesgo.

La gente, por más que confíe ciegamente en él, demandará dentro de poco resultados. En la política, como en el amor, la ambigüedad tiene corta vida.

Juega en favor de él, por ahora, el aumento del precio del petróleo, circunstancia que le ha permitido disimular la falta de inversiones y el medio millón de nuevos desempleados que se registra desde principios de año.

Ojalá que sea otro Menem, piensa en voz alta Michael Skol, el embajador norteamericano en Caracas mientras Chávez hacía de las suyas en 1992. Fue un poco más allá, en realidad: tiene un programa de televisión (De frente con el Presidente), otro de radio (Aló, Presidente), un periódico (El Correo del Presidente) y, por si fuera poco, un afiche en el cual su rostro aparece montado sobre el cuerpo musculoso de Rambo (fusil en mano, Presidente).

Desde el balcón del Palacio de Miraflores, con su mujer, Marisabel, en el papel de Evita, parece Perón. Desde su sillón, con la prédica constante contra la dictadura de los partidos, parece Fujimori. Desde la cancha de béisbol, con ropa deportiva, parece Menem.

Pero va más rápido que Perón, Fujimori y Menem. En cualquier momento hasta podría lanzar un corto publicitario. Algo así como Chávez lo hizo.



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