El Cóndor pasa




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Vaya coincidencia: el gobierno norteamericano destapa la lata de gusanos (definición de un agente de la CIA sobre los papeles que confirman los lazos entre Washington y Santiago antes, durante y después del brutal golpe de Estado de 1973) a pocas horas de que el presidente de Chile, Eduardo Frei, arranca una tibia promesa de sensibilidad de su par español, José María Aznar, con tal de que Pinochet pueda volver a casa.

Frei, con mandato a plazo fijo hasta fin de año, aduce razones humanitarias (un neologismo para la colección de fin de siglo, como limpieza étnica y daños colaterales) en su afán de obtener piedad para el senador vitalicio que ha caído en desgracia, pero Aznar toma prudente distancia del asunto: el juez Baltasar Garzón, no su gobierno, giró el pedido de extradición por crímenes contra ciudadanos españoles en los años de plomo. Y la justicia, mi amigo, es independiente.

Es una respuesta de circunstancia. ¿Quién podría negarle compasión a un hombre de 83 años con diabetes, depresión y problemas cardiorrespiratorios, por más que sea Pinochet? Frei, sin embargo, se queda con una palabra no conforme a derecho: sensibilidad.

Casi al mismo tiempo, el gobierno de Bill Clinton, ausente sin invitación en la cumbre entre países de América latina y Europa que se realiza en Río de Janeiro, decide romper con más de ocho meses de cabildeos que iban a contramano de su convicción de campeón de los derechos humanos.

De la lata de gusanos, los papeles hasta ahora reservados, afloran detalles conocidos del Operativo Cóndor, orquestado con la idea de eliminar todo vestigio de comunismo del Cono Sur, comenzado por el gobierno de Salvador Allende, con la venia del presidente norteamericano, Richard Nixon, y de su secretario de Estado, Henry Kissinger, hoy embarcado, curiosamente, en levantar el embargo contra el régimen de Fidel Castro por el perjuicio que provoca a compañías de su país la veda de inversiones en Cuba.

El Cóndor pasa, como cantan Simon & Garfunkel, pero quedan los sonidos del silencio. Y, entre ellos, resuenan cuentas pendientes de los muertos y los desaparecidos de la era Pinochet en Chile y en el exterior.

El fin de la indiferencia del gobierno de Clinton tiene un costado humanitario (no de razones humanitarias, según esgrime Frei, sino de derechos humanos que, como en Kosovo, están ahora por encima de la soberanía de los países) y uno político.

El costado político es Londres, el cuarto vértice del eje Santiago-Madrid-Washington. El primer ministro británico, Tony Blair, anfitrión a la fuerza de Pinochet y socio en todo de Clinton (desde los ataques contra Slobodan Milosevic y Saddam Hussein hasta el primer aval internacional en cuanto estalló el escándalo Monica Lewinsky) necesita bases firmes que legitimen la decisión de su gobierno de retenerlo hasta que comience el proceso de extradición, el 27 de septiembre.

El mea culpa norteamericano, después de todo, involucra a un presidente muerto, Nixon, y un ex ladero de él que nunca se mostró interesado en América latina, Kissinger, miembros, los dos, de una admistración republicana signada por el Watergate que estuvo a punto de abrir en Miami, tierra de cubanos anticomunistas, una oficina regional del Operativo Cóndor, multinacional del crimen que atendía en Chile, la Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y Bolivia.

Richard Helms, jefe de la CIA, tomaba nota, en 1970, de la orden de Nixon: “No preocuparse por los riesgos que implica. Diez millones de dólares disponibles. Más, si fuera necesario. Hacer estallar la economía”. No alcanza: Allende gana las elecciones.

Tres años después, Pinochet no derroca a Allende gracias a los Estados Unidos, pero, al menos, encuentra allanado el camino. De Washington recibe elogios por haber restaurado el orden y por haber encarrilado la economía al estilo monetarista ortodoxo de los Chicago Boys.

La duda es cómo reaccionaría Clinton si Kissinger, por ejemplo, es citado al banquillo con Pinochet. Estaría en juego el nuevo concepto de justicia globalizada.

Con la desclasificación de los papeles secretos, Clinton blanquea su discurso sobre la democracia en el continente, aunque no se haya esforzado en torcer la negativa del Congreso a darle la vía rápida, herramienta con la cual podría apurar el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y cumplir con la promesa de incorporar de Chile en el Tratado de Libre Comercio (TLC).

Si Clinton quiere algo, no se detiene hasta conseguirlo. Por la razón o la fuerza, como dice la moneda de 100 pesos chilenos si cae de canto. Pero, en este caso, prevalece la relación con Blair. Es algo así como una reedición, con otras caras, de las buenas migas entre Ronald Reagan y Margaret Thatcher, eterna su gratitud con Pinochet por los favores recibidos durante la Guerra de las Malvinas.

A Frei, a su vez, más afecto a defender el principio de territorialidad que a Pinochet, no le habrá hecho gracia que un militar haya admitido por primera vez que los desaparecidos eran arrojados desde helicópteros al mar y a la cordillera. Ni que la justicia francesa esté por reabrir, justo ahora, la causa contra Pinochet por el asesinato de dos compatriotas durante la dictadura.

En Chile aún se habla de democracia en transición. O vigilada. A diferencia de sus pares argentinos, los militares no perdieron una guerra y conservan, de hecho, una cuota de poder considerable.

La alternativa que baraja Frei, agotados otros recursos, es que el caso Pinochet sea sometido al arbitraje del Tribunal Internacional de La Haya.

Vaya coincidencia: es el mismo que recomienda la captura de Milosevic por haber destapado su propia lata de gusanos.



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